Vv. 3—10. Nunca fue el oro probado en fuego tan ardiente. ¿Quién, salvo Abraham, no hubiera
discutido con Dios? Tal hubiera sido el pensamiento de un corazón débil pero Abraham sabía que
trataba con un Dios, con Jehová. La fe le había enseñado a no discutir, sino obedecer. Tiene la
seguridad de que el mandamiento de Dios es bueno; que lo que Él ha prometido no puede ser
quebrantado. En las cosas de Dios, quien consulte con carne y sangre nunca ofrecerá su Isaac a
Jehová. El buen patriarca se levanta temprano y empieza su triste viaje. ¡Ahora viaja tres días, e
Isaac sigue a su alcance! La desgracia se hace más difícil cuando dura mucho. —La expresión,
“volveremos a vosotros”, señala que Abraham esperaba que Isaac, siendo resucitado de los muertos,
iba a regresar con él. Fue una pregunta muy sensible la que le planteó Isaac, mientras iban juntos:
“Padre mío”, dijo Isaac; era una palabra que derrite, la cual, uno pensaría, calaría hondo en el
corazón de Abraham, más que su cuchillo en el corazón de Isaac. Sin embargo, esperaba la pregunta
de su hijo. Entonces Abraham, sin tener la intención, profetiza: “Dios se proveerá de cordero para el
holocausto, hijo mío”. El Espíritu Santo, por boca de Abraham, parece anunciar al Cordero de Dios,
que Jehová ha provisto y quita el pecado del mundo. —Abraham dispone la leña para la pira fúnebre
de su Isaac y, ahora, le da la sorprendente noticia: ¡Isaac, tú eres el cordero que Dios ha provisto!
Indudablemente, Abraham le consuela con las mismas esperanzas con que él mismo fue consolado
por fe. No obstante es necesario que el sacrificio sea atado. El gran Sacrificio que, en el
cumplimiento de los tiempos, iba a ser ofrecido, debía ser atado y así, Isaac. Hecho esto, Abraham
toma el cuchillo y extiende su mano para dar el golpe fatal. He aquí un acto de fe y obediencia que
merece ser un espectáculo para Dios, los ángeles y los hombres. Dios, por su providencia, a veces
nos llama a separarnos de un Isaac y debemos hacerlo con alegre sumisión a su santa voluntad, 1
Samuel iii, 18.