SARAH J. HAUSER
En casa hemos hecho un calendario donde asignamos quién ora cada noche durante la semana, un hábito con el que crecí en mi propia familia. No me había detenido a pensar que seguramente mi mamá tuvo que lidiar con este mismo dilema hace treinta años, sobre quién debía orar. Cuando llega el lunes por la noche, mi hijo de dos años dice con orgullo: «¡Es mi turno!».
No sé qué tanto entiende sobre la oración o incluso sobre Dios, pero espero que este acto de orar regularmente antes de las comidas algún día penetre el alma de mis hijos y siga arraigándose en la mía.
Reconociendo la dependencia
Orar regularmente antes de las comidas era normal para mí, pues crecí en un hogar cristiano. A veces esta práctica tenía más significado durante ocasiones especiales, como la cena de acción de gracias o el domingo de Pascua, cuando nos enfocábamos en todo lo que Dios nos había dado. Otras veces, la oración a la hora de la comida era difícil de pronunciar: realmente no quería agradecerle a Dios por el desayuno en la mañana en que murió mi madre. Pero la mayoría de los días, la oración antes de las comidas se reduce a una oración rápida y dicha de prisa, una que otorga permiso para finalmente poder comer.
Para muchos de nosotros, decir gracias puede convertirse en una práctica trillada y sin sentido. Me pregunto si se debe, en primer lugar, a que nos hemos olvidado de pedir nuestro pan de cada día. Para mí, el hambre no ha estado al acecho a la vuelta de la esquina, y cuando nos quedamos sin comida, simplemente vamos a comprar más. Claro, tengo que ceñirme a un presupuesto y rara vez compro productos de marcas reconocidas. Recuerdo que hubo varios años de mi niñez en los que mis padres lucharon con las finanzas. Pero yo era demasiado joven para darme cuenta de que muchas veces nuestras comidas provenían de una compra de supermercado que alguien había dejado en la puerta de nuestra casa o que mis padres habían comprado con dinero anónimo puesto en nuestro buzón. Mientras estudiaba en la universidad, visitaba la casa de mi hermano y mi cuñada para acabar con lo que les quedaba en el refrigerador, y en la escuela de posgrado respiraba aliviada cada vez que la dueña de la casa me ofrecía una comida casera.
Nunca he conocido el hambre físico en verdad, y he descubierto que cuando puedo ir fácilmente a comprar mi pan orgánico y germinado de cada día, esto me lleva a estar menos inclinada en darle crédito a Dios por proveerlo. Cuando nuestras refrigeradoras están llenas y nuestras despensas desbordan de alimentos, el olvido a menudo también abunda. Pasamos por alto a Dios y somos culpables del mismo pecado que denunció el profeta Oseas: «Cuando comían sus pastos, se saciaron, y al estar saciados, se ensoberbeció su corazón; Por tanto, se olvidaron de Mí» (Os 13:6). Pero todo lo que es bueno viene de Dios (Stg 1:17). El hecho de que muchos de nosotros no nos acordemos de pedir nuestro pan de cada día y aún así lo recibamos, no significa que podamos atribuirnos el mérito. Significa que nuestro Dios es tan bueno y misericordioso que provee incluso para Su pueblo que padece de un olvido crónico.
Al orar antes de las comidas y pedir por el pan de cada día, tenemos la oportunidad de reconocer nuestra dependencia y dar gracias a nuestro Dios, que en Su misericordia nos da todas las cosas (Ro 8:32).
Practicando la verdadera gratitud
La comida en nuestra mesa no es una comida más. En cambio, cuando reconocemos nuestra dependencia, comenzamos a ver cada comida como una respuesta tangible a la oración. Lo que comemos es una demostración de la provisión de la mano de Dios y dar gracias por nuestra comida no debería reducirse a una frase vacía. En cambio, es una muestra de gratitud verdadera al Dios que provee.
Nuestras palabras de gratitud alrededor de la mesa deben ser un acto de adoración que nos recuerde no solo nuestra provisión física, sino también una realidad espiritual. No son solo nuestros estómagos los que necesitan llenarse. El pan de cada día que necesitamos es tanto físico como espiritual y Cristo nos señala esa verdad. Poco después de alimentar a los cinco mil, Jesús le dijo a la multitud: «En verdad les digo, que no es Moisés el que les ha dado el pan del cielo, sino que es Mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo, y da vida al mundo» (Jn 6:32-33). Orar por nuestro pan de cada día y dar gracias por lo que nos ha sido provisto nos recuerda quién es Dios. Nuestras necesidades físicas nos señalan a Aquel que nos da vida, no solo en forma de sustento, sino también en forma de salvación.
Nuestras mesas en la vida real
Poner esto en práctica alrededor de nuestras mesas en la vida real no siempre es fácil. En mi casa no parece un tiempo de oración solemne y ordenado en el que mis hijos participan con alegría. Alguien suele derramar su leche, hay discusiones sobre quién tiene el turno para orar y, sinceramente, no sé cuánto pueden comprender en este momento a su temprana edad.
Sin embargo sé que, Dios mediante, comeré más de diez mil comidas con mis hijos antes de que se vayan de casa, así que la cena de cada noche no tiene que verse perfecta. Pero sí debemos esforzarnos por ejemplificar la dependencia de Dios y nuestra gratitud por lo que Él ha dado diariamente a nuestros hijos. Podemos enseñar a nuestros hijos el padrenuestro, hablar regularmente sobre el carácter de Dios, explicar de dónde proviene nuestra comida y mostrar a través de nuestras propias palabras y acciones cómo luce la dependencia de Dios y la gratitud en medio de la vida cotidiana.
Podemos recordarles a nuestros hijos día a día, comida a comida, que comemos de la mano de un Dios que es bueno, generoso y fiel. Podemos enseñarles el carácter de Dios y el lenguaje de acción de gracias cuando nos sentamos a comer.
Ya sean frases elocuentes o palabras sencillas de un niño, orar con humildad y honestidad por nuestro pan de cada día, tanto físico como espiritual, nos recuerda nuestra dependencia de Dios. Alrededor de nuestras mesas, podemos modelar esa dependencia mientras damos gracias a Dios por nuestra comida. Orar antes de comer no es solo «algo que hacemos» como cristianos, sino que es una forma de reconocer nuestra necesidad y su provisión: provisión para nuestro pan de cada día y provisión como el Pan de Vida.