En esta Semana Santa la cruz cobrará protagonismo una vez más y millones de personas alrededor del mundo volverán a toparse en las redes sociales y en muchos otros espacios públicos, con esa imagen única que dice tanto sin necesidad de mediar palabras. Es muy fuerte el mensaje que sale de cualquier representación gráfica que intenta mostrar al Salvador del mundo sacrificándose por amor para cambiar el destino eterno de la humanidad.
Si bien tenemos claro que Jesús entregó su vida voluntariamente (el máximo poder del universo estaba disponible para impedir lo que finalmente sucedió), la historia nos marca que ese día tuvo lugar una ejecución atroz y sanguinaria. En aquellos tiempos la crucifixión era el método elegido por el gobierno romano para ajusticiar a quienes, de acuerdo a sus parámetros, eran criminales que merecían la muerte. Los sentenciados eran expuestos de manera vergonzosa y aleccionadora, mientras se desangraban colgados en un poste de madera vertical donde apoyaban su cuerpo, y un poste horizontal donde apoyaban los brazos que quedaban extendidos hacia los costados.
Personalmente cada vez que pienso en la cruz, no puedo dejar de detenerme en esa imagen de Jesús dando su vida con los brazos abiertos. Como si más allá de los detalles crueles de esa ejecución, el Señor quisiera con ese gesto mostrar en toda su plenitud, el calibre del amor incondicional que siente por los seres humanos.
Si Jesús abrió los brazos, que la iglesia no los cierre
La cruz terminó ratificando y confirmando lo que Jesús transmitió durante toda su vida: Dios ama a todas las personas sin distinción y está dispuesto a recibirlos cualquiera sea su condición. Hasta el peor de los pecadores (según nuestros criterios) tiene la entrada libre a su Reino y una recepción tierna y amigable disponible a su favor.
Nosotros debemos ser líderes que fomenten en nuestras iglesias los brazos abiertos para recibir y abrazar en el concepto más amplio de esas palabras. A veces cometemos el error de concentrarnos más en los supuestos requisitos que alguien debe cumplir para acercarse a Dios, que en el amor infinito del Padre. En los términos de la parábola del hijo pródigo, es como si pusiéramos toda nuestra atención en el discurso de arrepentimiento que viene preparando el hijo en lugar de enfocarnos en la corrida emocionada del padre para abrazar a su hijo sucio e indigno.
No estemos tan preocupados por los cambios y las transformaciones que deben ocurrir en las personas, de eso se encargará el Espíritu Santo. Pongamos lo mejor de nosotros para facilitar el encuentro con el Padre, a partir de allí su abrazo sanador lleno de gracia y de perdón derribará todos los prejuicios y argumentos.
En la cruz hubo amor hasta para los enemigos
Los evangelios nos muestran con toda claridad la manera en la que Jesús fue realmente inclusivo tratando con amor y respeto a todos los grupos que en ese momento eran discriminados. Él no solo dignificó a los niños, las mujeres, los ancianos y los enfermos que la cultura del momento postergaba, sino que deliberada e intencionalmente se acercó con su amor a los sectores más corruptos e inmorales de la época.
Aquella frase inmortal de Jesús pronunciada desde la misma cruz: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen”, no solo describió de manera magistral lo que ahí estaba ocurriendo, sino que además fue un gran acto de amor hacia todos. Y al decir “todos” estamos incluyendo a los soldados romanos y a la casta religiosa que hizo todo lo posible para que eso terminara como terminó. Sí, mientras el Señor se desangraba, se tomó el tiempo de amar a quienes fueron sin duda sus peores enemigos, y a quienes más de una vez tuvo que enfrentar dedicándoles expresiones ciertas pero muy fuertes.
Nosotros como líderes debemos insistir en enseñarle a nuestras congregaciones que necesitamos amar a nuestros enemigos, y que además nuestra verdadera lucha como iglesia no es contra ningún grupo de personas, sino contra fuerzas espirituales de maldad.
Mirar hoy con los ojos de la cruz
La Semana Santa llega otra vez, y nosotros podemos aprovechar la oportunidad para que las nuevas generaciones a las que pastoreamos, no pasen por estos días simplemente recordando y evocando la faceta histórica de la cruz.
Seamos intencionales en abrir los corazones para que el amor y la aceptación que bajan de la cruz nos contagien impregnando todo nuestro accionar como individuos y como comunidades de fe. En estos tiempos extraños en los que muchos reclaman derechos y tolerancia mientras discriminan y rechazan al resto, que nosotros podamos ser una iglesia que mira con los ojos de la cruz.
Desde la perspectiva de la cruz en lugar de condena hay amor y en lugar de juicio hay gracia. No hay listado de requisitos, solo hay brazos abiertos para todo aquel que quiera recibir ese abrazo único que sana las heridas del alma, que limpia los corazones sucios y repara las historias rotas de quienes llegan arrepentidos necesitando perdón.
Fernando Altare