Vv. 10—17. Si deseamos compartir estas bendiciones, hemos de obedecer la palabra de Cristo. Debemos olvidar nuestra búsqueda e inclinación carnal y pecaminosa. Él debe ser nuestro Señor y nuestro Salvador; debemos arrojar fuera a todos los ídolos para darle todo nuestro corazón. Y aquí hay un buen aliento para liberarnos de previas alianzas. —La belleza de la santidad, de la iglesia y de los creyentes en particular, es de gran precio y muy afable a los ojos de Cristo. La obra de la gracia es hechura del Espíritu, es la imagen de Cristo en el alma, una participación de la naturaleza divina. Está limpia de todo pecado, no lo hay en ella, ni viene de ella.
Nada glorioso hay en el viejo hombre o naturaleza corrupta; pero todo es glorioso en el nuevo hombre, u obra de la gracia en el alma. El manto de la justicia de Cristo, que ha elaborado para su iglesia, el Padre se lo imputa a ella la viste con Él. —Nadie es llevado a Cristo sino los que el Padre lleva. Esto destaca la conversión de las almas a Él. —El manto de justicia y las vestiduras de la salvación, el cambio de atavío que Cristo ha puesto en ella. —Los que se aferran estrictamente a Cristo, y lo aman con todo su corazón son los miembros de la esposa, que participan de la misma gracia, disfrutan de los mismos privilegios, y comparten la común salvación.
Cada uno de ellos será llevado al Rey; ninguno se perderá, ni será dejado atrás. En lugar de la iglesia del Antiguo Testamento, habrá una iglesia del Nuevo Testamento, una iglesia gentil. — En la esperanza que cree en nuestra felicidad eterna en el otro mundo, siempre mantengamos el recuerdo de Cristo como nuestro único camino hacia allá; y transmitamos el recuerdo de Él a las siguientes generaciones, para que su nombre perdure por siempre.