Vv. 1–9. Esta epístola está dirigida a los creyentes en general, que son extranjeros en toda ciudad o
país donde vivan y están diseminados por todas las naciones. Ellos tienen que atribuir su salvación al
amor electivo del Padre, la redención del Hijo y la santificación del Espíritu Santo; y, así, dar gloria
al Dios único en tres Personas en cuyo nombre han sido bautizados. —La esperanza en el
vocabulario mundano se refiere sólo a un bien incierto, porque todas las esperanzas mundanas son
inestables, edificadas sobre arena, y las esperanzas del cielo que tiene el mundano son conjeturas
ciegas y sin fundamento. Pero la esperanza de los hijos del Dios vivo es una esperanza viva; no sólo
acerca de su objeto, sino también en su efecto. Vivifica y consuela en todas las angustias, capacita
para enfrentar y superar todas las dificultades. La misericordia es la fuente de todo esto; sí, gran
misericordia y misericordia múltiple. Esta bien cimentada esperanza de salvación es un principio
activo y vivo de obediencia en el alma del creyente. —El tema del gozo cristiano es la memoria de la
felicidad puesta por delante. Es incorruptible no puede acabarse; es una fortuna que no se puede
gastar. También es incontaminada lo que significa su pureza y perfección. Inmarcesible porque no
es más o menos placentera a veces, sino siempre la misma, no cambia. Todas las posesiones de aquí
están manchadas con defectos y fallas; aún falta algo: casas lindas que tienen preocupaciones tristes
revoloteando en torno a sus techos dorados y bien pintados; camas blandas y mesas llenas, a menudo
con cuerpos enfermos y estómagos revueltos. Todas las posesiones están manchadas de pecado, sea
al obtenerlas o al usarlas. ¡Cuán prontos estamos para hacer de las cosas que tenemos ocasión e
instrumento de pecado, y pensar que no hay libertad ni deleite en su uso, sin abusar de ellas! Las
posesiones mundanas son inciertas y pronto pasan como las flores y las plantas del campo. Eso debe
ser del más alto valor, ya que se pone en el lugar mejor y más elevado: el cielo. Dichosos aquellos
cuyos corazones pone el Espíritu Santo en esta herencia. Dios no sólo da gracia a su pueblo, pero lo
preserva para gloria. —Cada creyente siempre tiene algo en que puede regocijarse grandemente; esto
debe demostrarse en el semblante y la conducta. El Señor no aflige por gusto aunque su sabio amor
suele asignar pruebas agudas para mostrar el corazón de su pueblo y para hacerles el bien al final. El
oro no aumenta por ser probado en el fuego, se vuelve menos; pero la fe se afirma y multiplica por
las tribulaciones y aflicciones. El oro debe perecer al final y sólo puede comprar cosas perecederas,
mientras la prueba de fe será hallada para alabanza, honra y gloria. Esto debe reconciliarnos con las
aflicciones presentes. Busquemos entonces creer en la excelencia de Cristo en sí y de su amor por
nosotros; esto encenderá un fuego tal en el corazón que lo elevará en un sacrificio de amor hacia Él.
La gloria de Dios y nuestra propia felicidad están tan unidas que si ahora buscamos sinceramente
una, obtendremos la otra, cuando el alma ya no esté más sujeta al mal. La certeza de esta esperanza
es como si los creyentes ya la hubieran recibido.