Vv. 1—7. La libertad cristiana se permitió, no para nuestro placer, sino para la gloria de Dios y para
bien del prójimo. Debemos agradar a nuestro prójimo por el bien de su alma; no para servir su
malvada voluntad, ni contentarlo de manera pecaminosa; si así buscamos agradar a los hombres, no
somos siervos de Cristo. Toda la vida de Cristo fue una vida de negación y no agradarse a sí mismo.
El que más se conforma a Cristo es el cristiano más avanzado. Considerando su pureza y santidad
inmaculadas, nada podía ser más contrario a Él, que ser hecho pecado y maldición por nosotros, y
que cayeran sobre Él los reproches de Dios: el justo por el injusto. Él llevó la culpa del pecado, y la
maldición de éste; nosotros sólo somos llamados a soportar un poco del problema. Él llevó los
pecados impertinentes del impío; nosotros sólo somos llamados a soportar las fallas del débil. ¿Y no
debiéramos ser humildes, abnegados y dispuestos para considerarnos los unos a otros que somos
miembros unos de otros? —Las Escrituras se escribieron para que nosotros las usemos y nos
beneficiemos, tanto como para aquellos a los que se dieron primeramente. —Los más poderosos en
las Escrituras son los más doctos. El consuelo que surge de la palabra de Dios es lo más seguro,
dulce y grandioso para anclar la esperanza. El Espíritu como Consolador es las arras de nuestra
herencia. Esta unanimidad debe estar de acuerdo con el precepto de Cristo, conforme a su patrón y
ejemplo. Es dádiva de Dios, y dádiva preciosa es, por la cual debemos buscarle fervorosamente.
Nuestro Maestro divino invita a sus discípulos y los alienta mostrándose a ellos manso y humilde de
espíritu. La misma disposición debe caracterizar la conducta de sus siervos, especialmente la del
fuerte para con el débil. —El gran fin de todos nuestros actos debe ser que Dios sea glorificado; nada
fomenta esto más que el amor y la bondad mutuo de los que profesan la religión. Quienes
concuerdan en Cristo, bien pueden concordar entre ellos.