Vv. 14—17. Comparado con la santa regla de conducta de la ley de Dios, el apóstol se halló tan
lejos de la perfección que le pareció que era carnal; como un hombre que está vendido contra su
voluntad a un amo odiado, del cual no puede ser liberado. El cristiano verdadero sirve
involuntariamente a ese amo odiado, pero no puede sacudirse la cadena humillante hasta que lo
rescata su Amigo poderoso y la gracia de lo alto. El mal remanente de su corazón es un estorbo real
y humillante para que sirva a Dios como lo hacen los ángeles y los espíritus de los justos
perfeccionados. Este fuerte lenguaje fue el resultado del gran avance en santidad de San Pablo, y de
la profundidad de la humillación de sí mismo y el odio por el pecado. Si no entendemos este
lenguaje se debe a que estamos tan detrás de él en santidad, en el conocimiento de la espiritualidad
de la ley de Dios y del mal de nuestros propios corazones y del odio del mal moral. Muchos
creyentes han adoptado el lenguaje del apóstol, demostrando que es apto para sus profundos
sentimientos de aborrecimiento del pecado y humillación de sí mismos. —El apóstol se expande en
cuanto al conflicto que mantenía diariamente con los vestigios de su depravación original. Fue
tentado frecuentemente en temperamento, palabras o actos que él no aprobaba o no permitía en su
juicio y en afecto renovado. Distinguiendo su yo verdadero, su parte espiritual, del yo o carne, en
que habita el pecado, y observando que las acciones malas eran hechas, no por él, sino por el pecado
que habita en él, el apóstol no quiso decir que los hombres no sean responsables de rendir cuentas de
sus pecados, sino que enseña el mal de sus pecados demostrando que todos lo están haciendo contra
su razón y su conciencia. El pecado que habita en un hombre no resulta ser quien le manda o le
domina; si un hombre vive en una ciudad o en un país, aún puede no reinar ahí.
Vv. 18—22. Mientras más puro y santo sea el corazón, será más sensible al pecado que
permanece en él. El creyente ve más de la belleza de la santidad y la excelencia de la ley. Sus deseos
fervientes de obedecer aumentan a medida que crece en la gracia. Pero no hace todo el bien al cual
se inclina plenamente su voluntad; el pecado siempre brota en él a través de los vestigios de
corrupción, y a menudo, hace el mal aunque contra la decidida determinación de su voluntad. —Las
presiones del pecado interior apenaban al apóstol. Si por la lucha de la carne contra el Espíritu, quiso
decir que él no podía hacer ni cumplir como sugería el Espíritu, así también, por la eficaz oposición
del Espíritu, no podía hacer aquello a lo cual la carne lo impelía. ¡Qué diferente es este caso del de
los que se sienten cómodos con las seducciones internas de la carne que les impulsan al mal! ¡Estos,
contra la luz y la advertencia de su conciencia, siguen adelante, hasta en la práctica externa,
haciendo el mal, y de ese modo, con premeditación, siguen en el camino a la perdición! Porque
cuando el creyente está bajo la gracia, y su voluntad está en el camino de la santidad, se deleita
sinceramente en la ley de Dios y en la santidad que exige, conforme a su hombre interior; el nuevo
hombre en él, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad.
Vv. 23—25. Este pasaje no representa al apóstol como uno que anduviera en pos de la carne,
sino como uno que se disponía de todo corazón no andar así. Si hay quienes abusan de este pasaje,
como también de las demás Escrituras, para su propia destrucción, los cristianos serios encuentran,
no obstante, causa para bendecir a Dios por haber provisto así para su sostenimiento y el consuelo.
No tenemos que ver defectos en la Escritura, porque los cegados por sus propias lujurias abusen de
ellas, ni tampoco de ninguna interpretación justa y bien respaldada de ellas. Ningún hombre que no
esté metido en este conflicto puede entender claramente el significado de estas palabras, ni juzgar
rectamente acerca de este conflicto doloroso que llevó al apóstol a lamentarse de sí mismo como
miserable, constreñido a hacer lo que aborrecía. —No podía librarse a sí mismo y esto le hacía
agradecer más fervorosamente a Dios el camino de salvación revelado por medio de Jesucristo, que
le prometió la liberación final de este enemigo. Así, pues, entonces, dice él, yo mismo, con mi
mente, mi juicio consciente, mis afectos y propósitos de hombre regenerado por gracia divina, sirvo
y obedezco la ley de Dios; pero con la carne, la naturaleza carnal, los vestigios de la depravación,
sirvo a la ley del pecado, que batalla contra la ley de mi mente. No es que la sirva como para vivir
bajo ella o permitirla, sino que es incapaz de librarse a sí mismo de ella, aun en su mejor estado, y
necesitando buscar ayuda y liberación fuera de sí mismo. Evidente es que agradece a Dios por
Cristo, como nuestro libertador, como nuestra expiación y justicia en Él mismo, y no debido a
ninguna santidad obrada en nosotros. No conocía una salvación así, y rechazó todo derecho a ella.
Está dispuesto a actuar en todos los puntos conforme a la ley, en su mente y conciencia, pero se lo
impedía el pecado que lo habitaba, y nunca alcanzó la perfección que la ley requiere. ¿En qué puede
consistir la liberación para un hombre siempre pecador, sino la libre gracia de Dios según es ofrecida
en Cristo Jesús? El poder de la gracia divina y del Espíritu Santo podrían desarraigar el pecado de
nuestros corazones aun en esta vida, si la sabiduría divina lo hubiese adecuado. Pero se sufre, para
que los cristianos sientan y entiendan constante y completamente el estado miserable del cual los
salva la gracia divina; para que puedan ser resguardados de confiar en sí mismos; y que siempre
puedan sacar todo su consuelo y esperanza de la rica y libre gracia de Dios en Cristo.