Vv. 1—6. Mientras el hombre continúe bajo el pacto de la ley, y procure justificarse por su
obediencia, sigue siendo en alguna forma esclavo del pecado. Nada sino el Espíritu de vida en Cristo
Jesús, puede liberar al pecador de la ley del pecado y la muerte. Los creyentes son liberados del
poder de la ley, que los condena por los pecados cometidos por ellos, y son librados del poder de la
ley que incita y provoca al pecado que habita en ellos. Entienda esto, no de la ley como regla, sino
como pacto de obras. —En profesión y privilegio estamos bajo un pacto de gracia, y no bajo un
pacto de obras; bajo el evangelio de Cristo, no bajo la ley de Moisés. La diferencia se plantea con el
símil o figura de estar casado con un segundo marido. El segundo matrimonio es con Cristo. Por la
muerte somos liberados de la obligación a la ley en cuanto al pacto, como la esposa lo es de sus
votos para el primer marido. En nuestro creer poderosa y eficazmente estamos muertos para la ley , y
no tenemos más relación con ella que el siervo muerto, liberado de su amo, la tiene con el yugo de su
amo. El día en que creímos es el día en que somos unidos al Señor Jesús. Entramos en una vida de
dependencia de Él y de deber para con Él. Las buenas obras son por la unión con Cristo; como el
fruto de la vid es el producto de estar en unión con sus raíces, no hay fruto para Dios hasta que
estemos unidos con Cristo. La ley, y los esfuerzos más grandes de uno bajo la ley, aun en la carne,
bajo el poder de principios corruptos, no pueden enderezar el corazón en cuanto al amor de Dios, ni
derrotar las lujurias mundanas, o dar verdad y sinceridad en las partes internas, ni nada que venga
por el poder especialmente santificador del Espíritu Santo. Sólo la obediencia formal de la letra
externa de cualquier precepto puede ser cumplida por nosotros sin la gracia renovadora del nuevo
pacto, que crea de nuevo.