Vv. 32—37. Los discípulos se amaban unos a otros. Esto era el bendito fruto del precepto de la
muerte de Cristo para sus discípulos, y su oración por ellos cuando estaba a punto de morir. Así fue
entonces y así será otra vez, cuando el Espíritu sea derramado sobre nosotros desde lo alto. La
doctrina predicada era la resurrección de Cristo; un hecho cumplido que, cuando se explica
debidamente, es el resumen de todos los deberes, privilegios y consuelos de los cristianos. Había
frutos evidentes de la gracia de Cristo en todo lo que decían y hacían. —Estaban muertos para este
mundo. Esto era una prueba grande de la gracia de Dios en ellos. No se apoderaban de la propiedad
ajena, sino que eran indiferentes a ella. No lo llamaban propio, porque con afecto habían dejado todo
por Cristo, y esperaban ser despojados de todo para aferrarse a Él. No asombra, pues, que fueran de
un solo corazón y un alma, cuando se desprendieron de esa manera de la riqueza de este mundo. En
efecto, tenían todo en común, de modo que no había entre ellos ningún necesitado, y cuidaban de la
provisión para ellos. El dinero era puesto a los pies de los apóstoles. Se debe ejercer gran cuidado en
la distribución de la caridad pública para dar a los necesitados, puesto que no son capaces de
procurarse el sostén para sí mismos; se debe proveer a los que están reducidos a la necesidad por
hacer el bien, y por el testimonio de una buena conciencia. He aquí uno mencionado en particular,
notable por esta caridad generosa: era Bernabé. Como quien es nombrado para ser un predicador del
evangelio, él se desembarazó y soltó de los asuntos de esta vida. Cuando prevalecen tales
disposiciones, y se las ejerce conforme a las circunstancias de los tiempos, el testimonio tendrá un
poder muy grande sobre el prójimo.