Vv. 18—24. Cristo promete que seguirá cuidando a sus discípulos. No os dejaré huérfanos o sin
padre, porque, aunque os dejo, de todos modos os dejo este consuelo: Vendré a vosotros. Vendré
prontamente a vosotros en mi resurrección. Vendré diariamente a vosotros en mi Espíritu; en las
señales de su amor y en las visitas de su gracia. Por cierto vendré al fin del tiempo. Sólo los que ven
a Cristo con los ojos de la fe, lo verán para siempre: el mundo no lo ve más hasta su segunda venida,
pero sus discípulos tienen comunión con Él en su ausencia. Estos misterios serán plenamente
conocidos en el cielo. Es un acto ulterior de gracia que ellos lo sepan y tengan este consuelo. —
Teniendo los mandamientos de Cristo debemos obedecerlos. Y al tenerlos sobre nuestra cabeza,
debemos guardarlos en nuestro corazón y en nuestra vida. La prueba más segura de nuestro amor a
Cristo es la obediencia a las leyes de Cristo. Hay señales espirituales de Cristo y su amor dadas a
todos los creyentes. Cuando el amor sincero a Cristo está en el corazón, habrá obediencia. El amor
será un principio que manda y constriñe; y donde hay amor, el deber se desprende de un principio de
gratitud. Dios no sólo amará a los creyentes obedientes, pero se complacerá en amarlos, reposará en
amor a ellos. Estará con ellos como en su casa. Estos privilegios están limitados a los que tiene la fe
que obra por amor, y cuyo amor a Jesús los lleva a obedecer sus mandamientos. Los tales son
partícipes de la gracia del Espíritu Santo que los crea de nuevo.
Vv. 25—27. Si deseamos saber estas cosas para nuestro bien, tenemos que orar por ellas y
depender de la enseñanza del Espíritu Santo; así serán traídas a nuestra memoria las palabras de
Jesús, y muchas dificultades serán aclaradas, hasta las que no son claras para otros. El Espíritu de
gracia es dado a todos los santos para que les haga recordar, y debemos encomendarle, por fe y
orando, que mantenga lo que oigamos y sepamos. La paz es dada para todo bien, y Cristo nos ha
guiado a todo lo que es real y verdaderamente bueno, a todo lo bueno prometido: la paz mental a
partir de nuestra justificación ante Dios. Cristo llama su paz a esto, porque Él mismo es nuestra paz.
La paz de Dios difiere ampliamente de la de los fariseos o hipócritas, como se demuestra por sus
efectos santos y humillantes.
Vv. 28—31. Cristo eleva las expectativas de sus discípulos a algo que está más allá de lo que
pensaban que era su mayor dicha. Ahora su tiempo era poco, por tanto, les habló largamente.
Cuando lleguemos a enfermarnos, y a morirnos, podemos ser incapaces de hablar mucho a quienes
nos rodeen: el consejo bueno que tengamos que dar, démoslo mientras estamos sanos. Fíjese en la
perspectiva de un conflicto inminente que tenía Cristo, no sólo con los hombres, sino con las
potestades de las tinieblas. Satanás tiene algo en nosotros con que nos deja perplejos, porque todos
pecamos, pero cuando quiere perturbar a Cristo, nada pecaminoso halla que le sirva. La mejor
prueba de nuestro amor al Padre es que hagamos como Él nos manda. Regocijémonos en las
victorias del Salvador sobre Satanás, el príncipe de este mundo. Copiemos el ejemplo de su amor y
obediencia.