Vv. 51—56. La rasgadura del velo significó que Cristo, por su muerte, abrió un camino hacia
Dios. Ahora tenemos el camino abierto a través de Cristo al trono de gracia, o trono de misericordia,
y al trono de gloria del más allá. Cuando consideramos debidamente la muerte de Cristo, nuestros
corazones duros y empedernidos debieran rasgarse; el corazón, no la ropa. El corazón que no se
rinde, que no se derrite donde se presenta claramente a Jesucristo crucificado, es más duro que una
roca. Los sepulcros se abrieron, y se levantaron muchos cuerpos de santos que dormían. No se nos
dice a quiénes se aparecieron, en qué manera y cómo desaparecieron; y no debemos desear saber
más de lo que está escrito. —Las apariciones aterradoras de Dios en su providencia a veces obran
extrañamente para la convicción y el despertar de los pecadores. Esto fue expresado en el terror que
cayó sobre el centurión y los soldados romanos. Podemos reflexionar con consuelo en los
abundantes testimonios dados del carácter de Jesús; y procurando no dar causa justa de ofensa, dejar
en manos del Señor que absuelva nuestros caracteres si vivimos para Él. Nosotros, con los ojos de la
fe, contemplemos a Cristo, y éste crucificado, y seamos afectados con el gran amor con que nos
amó. Pero sus amigos no pudieron dar más que unas miradas; ellos lo contemplaron, pero no
pudieron ayudarlo. Nunca fueron desplegados en forma tan tremenda la naturaleza y los efectos
horribles del pecado que en aquel día, en que el amado Hijo del Padre colgó de la cruz, sufriendo por
el pecado, el Justo por el injusto, para llevarnos a Dios. Rindámonos voluntariamente a su servicio.