Vv. 23—30. Aunque Cristo habló con tanta fuerza, pocos de los que tienen riquezas confían en
sus palabras. ¡Cuán pocos de los pobres no se tientan a envidiar! Pero el fervor del hombre en este
asunto es como si se esforzaran por edificar un muro alto para encerrarse a sí mismos y a sus hijos
lejos del cielo. Debe ser satisfactorio para los que estamos en condición baja el no estar expuestos a
la tentación de una situación próspera y elevada. Si ellos viven con más dureza que el rico en este
mundo, si van con mayor facilidad a un mundo mejor, no tendrán razón de quejarse. —Las palabras
de Cristo muestran que cuesta mucho que un rico sea un buen cristiano y sea salvo. El camino al
cielo es camino angosto para todos, y la puerta que ahí conduce, es puerta estrecha; particularmente
para la gente rica. Se esperan más deberes de ellos que de los demás, y los pecados los acosan con
más facilidad. Cuesta no ser fascinado por un mundo sonriente. La gente rica tiene por sobre los
demás una gran cuenta que pagar por sus oportunidades. Es absolutamente imposible que un hombre
que pone su corazón en sus riquezas vaya al cielo. —Cristo usó una expresión que denota una
dificultad absolutamente insuperable por el poder del hombre. Nada menos que la todopoderosa
gracia de Dios hará que un rico supere esta dificultad. Entonces, ¿quién podrá ser salvo? Si las
riquezas estorban a la gente rica, ¿no se hallan el orgullo y las concupiscencias pecaminosas en los
que no son ricos y son tan peligrosas para ellos? ¿Quién puede ser salvo? Dicen los discípulos.
Nadie, dice Cristo, por ningún poder creado. El comienzo, la profesión y el perfeccionamiento de la
obra de salvación depende enteramente de la omnipotencia de Dios, para el cual todas las cosas son
posibles. No se trata de que la gente rica sea salva en su mundanalidad, sino que sean salvos de su
mundanalidad. —Pedro dijo: Nosotros lo hemos dejado todo. ¡Ay! No era sino todo un pobre, sólo
unos pocos botes y redes, pero, obsérvese cómo habla Pedro, como si hubieran sido una gran cosa.
Somos demasiado capaces de dar el valor máximo a nuestros servicios y sufrimientos, nuestras
pérdidas y gastos por Cristo. Sin embargo, Cristo no los reprocha porque era poco lo que habían
dejado, era todo lo suyo, y tan caro para ellos como si hubiera sido más. Cristo tomó a bien que ellos
lo dejaran todo para seguirlo; acepta según lo que tenga el hombre. —La promesa de nuestro Señor
para los apóstoles es que cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, hará nuevas
todas las cosas, y ellos se sentarán con Él en juicio contra los que serán juzgados conforme a su
doctrina. Esto establece el honor, la dignidad y la autoridad del oficio y ministerio de ellos. Nuestro
Señor agrega que cualquiera que haya dejado casa o posesiones o comodidades por Él y el
evangelio, sería recompensado al final. Que Dios nos de fe para que nuestra esperanza descanse en
esta promesa suya; entonces, estaremos dispuestos para todo servicio o sacrificio. —Nuestro
Salvador, en el último versículo, elimina el error de algunos. La herencia celestial no es dada como
las terrenales, sino conforme al beneplácito de Dios. No confiemos en apariencias promisorias, ni en
la profesión externa. Otros pueden llegar a ser eminentes en fe y santidad, hasta donde nos toca
saber.