Vv. 24—28. Un verdadero discípulo de Cristo es aquel que lo sigue en el deber y lo seguirá a la
gloria. Es uno que anda en el mismo camino que anduvo Cristo, guiado por su Espíritu, y va en sus
pasos, dondequiera que vaya. —“Niéguese a sí mismo”. Si negarse a sí mismo es lección dura, no es
más de lo que aprendió y practicó nuestro Maestro, para redimirnos y enseñarnos. “Tome su cruz”.
Aquí se pone cruz por todo problema que nos sobrevenga. Somos buenos para pensar que podemos
llevar mejor la cruz ajena que la propia; pero mejor es lo que nos está asignado, y debemos hacer lo
mejor de ello. No debemos, por nuestra precipitación y necedad, acarrearnos cruces a nuestras
cabezas, sino tomarlas cuando estén en nuestro camino. —Si un hombre tiene el nombre y crédito de
un discípulo, siga a Cristo en la obra y el deber del discípulo. Si todas las cosas del mundo nada
valen cuando se comparan con la vida del cuerpo, ¡qué fuerte el mismo argumento acerca del alma y
su estado de dicha o miseria eterna! Miles pierden sus almas por la ganancia más frívola o la
indulgencia más indigna, sí, a menudo por solo pereza o negligencia. Cualquiera sea el objeto por el
cual los hombres dejan a Cristo, ese es el precio con que Satanás compra sus almas. Pero un alma es
más valiosa que todo el mundo. Este es el juicio de Cristo para la materia; conocía el precio de las
almas, porque las rescató; ni hubiera subvalorado al mundo, porque lo hizo. El transgresor
moribundo no puede comprar una hora de alivio para buscar misericordia para su alma que perece.
Entonces, aprendamos justamente a valorar nuestra alma, y a Cristo como el único Salvador de ellas.