Vv. 4–9. Los hijos de Israel estaban agotados por la larga marcha rodeando la tierra de Edom.
Hablan descontentos de lo que Dios había hecho por ellos y desconfiando de lo que Él haría. ¿Con
qué se le agradará, quién no estaría contento con el maná? Que el desprecio de algunos por la
palabra de Dios, no nos haga valorarla menos. Es el pan de vida, el pan esencial que nutre a los que
por fe se alimentan de él para vida eterna, aunque alguien lo llame pan liviano. —Vemos el justo
juicio de Dios sobre ellos por murmurar. Él envió serpientes ardientes que mordieron mortalmente a
muchos. Es de temer que no hubieran reconocido el pecado si no se hubieran sentido el ardor de la
mordida, pero transigieron bajo la vara. Dios hizo una provisión maravillosa para su alivio. Los
mismos judíos dicen que no era ver la serpiente de bronce lo que curaba, sino que al mirarla,
miraban a Dios como el Señor que los sanaba. Había mucho del evangelio en esto. Nuestro Salvador
declaró, Juan iii, 14, 15, que como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así era necesario que el
Hijo del hombre fuera levantado para que todo aquel que en Él cree, no se pierda. —Compárese la
dolencia de ellos con la nuestra. El pecado muerde como una serpiente, y pica como una víbora
venenosa. Compárese la aplicación del remedio de ellos y el nuestro. Ellos miraron y vivieron; y,
nosotros, si creemos, no pereceremos. Por fe miramos a Jesús, Hebreos xii, 2. Todo aquel que
miraba, por desesperado que fuera su caso, débil su vista, o lejano su lugar, era curado cierta y
completamente. El Señor puede aliviarnos de peligros y malestares por medios que la razón humana
nunca hubiera concebido. ¡Oh, que el veneno de la serpiente antigua, que inflama las pasiones de los
hombres y los hace cometer pecados que desembocan en la destrucción eterna de ellos, fuera tan
sensiblemente sentido, y el peligro visto con tanta claridad, como los israelitas sintieron el dolor de
la mordida de las serpientes ardientes, y como temían la muerte subsecuente! Entonces, nadie
cerraría sus ojos a Cristo o se alejaría de su evangelio. Entonces el Salvador crucificado sería tan
valorado que todo lo demás sería contado como pérdida por Él; entonces, sin demora, y con fervor y
sencillez, todos le suplicaríamos a Él en la forma señalada, clamando: ¡Señor, sálvanos; que
perecemos! Nadie abusaría de la libertad de la salvación de Cristo, aunque reconocieran el precio
que le costó.