Hoy en día, hay un filtro para casi todo. La gente puede «editar» y «recortar» toda su vida. Basta con hacer clic en la imagen, seleccionar entre las infinitas opciones de filtros que realzan el efecto deseado… y listo: el mundo recibe la versión instantánea de «mí» que quiero que tenga. Por desgracia, la vida cristiana no funciona así. Nunca fue su objetivo. Dios, en Su sabiduría infinita, ha hecho de la transparencia y la confesión un componente necesario de la salud espiritual. Si queremos crecer en Cristo, debemos permitir que alguien, o unos cuantos, vean más allá de la versión recortada y editada de nosotros mismos.
Dada la gran confusión que rodea a la práctica de la confesión, es esencial aclarar qué se entiende por confesar los pecados. Al escuchar el término, quienes provienen de un entorno católico romano pueden pensar en el sacramento formal de la penitencia (o el sacramento de la reconciliación), en el que una persona busca regularmente a un sacerdote para que sus pecados sean absueltos.
Aunque los protestantes protestan con razón contra la necesidad de confesar los pecados a un sacerdote formal o de recibir su absolución, no debemos precipitarnos a descartar el carácter sagrado de la confesión. Nos comprometemos en un esfuerzo espiritual, una campaña santa, contra nuestra insurrección cuando confesamos los pecados entre nosotros. Estamos declarando la guerra a nuestra propia rebelión. No necesitamos acudir a ningún sacerdote. Cualquier hermano o hermana cristiano que ame y hable el evangelio será suficiente. No es necesario que lo tratemos como un ritual sacramental, pero sí debemos dejar que se convierta en un estilo de vida sagrado.
Por confesión, me refiero a un hábito sagrado en el que un cristiano expone y confronta deliberadamente su propio pecado cada vez que se manifiesta para que otros puedan restaurarlo en el gozo del evangelio.
Uno de los principales peligros del pecado no es simplemente que exista, sino que, con su existencia, pretende paralizar una relación gozosa con el Dios trino. Según los puritanos, la redención no solo busca la erradicación del mal (ademptio mali) sino también el disfrute del bien (adeptio boni).1 El pecado reconstruye la malicia que Dios ha derribado y rompe el bien que Dios construyó. El pecado es, en su propia esencia, un ladrón de gozo que se opone a los buenos propósitos de Dios.
La naturaleza antitética del pecado hacia nuestro Dios bueno es la razón por la que la confesión es tan importante. La confesión es mucho más que una vergonzosa admisión de fracaso, como la gente la ha tratado a menudo. Todo lo contrario, es una búsqueda desesperada por restaurar el gozo en el Señor. Esa restauración es imposible sin la confesión.
Confesar significa salir del escondite. Agustín escribió una vez: «Al no confesarme, Señor, solo te ocultaría de mí mismo, no yo de Ti». Como ocurrió con Adán, nuestro pecado oculto nos hace sentir miedo y nos expone vergonzosamente. Un mero susurro de la aproximación de Dios nos hace correr hacia los árboles. Nos escondemos. Negamos e incluso culpamos a los demás. Pero no puede haber redención hasta que salgamos de nuestro escondite. Cuando Dios le preguntó a Adán: «¿Dónde estás?» (Gn 3:9), no fue por el bien de Dios, sino de Adán. Dios sabía dónde estaba Adán debido a Su omnisciencia. Dios «sacó a Adán de su escondite en lugar de expulsarlo de él» con su pregunta.2 La confesión responde a la pregunta «¿Dónde estoy?». Me saca de detrás del árbol para que reconozca mi pecado y reciba la buena noticia de un Salvador que aplasta a la serpiente y que ha anulado y anulará el mal que he cometido.
Confesar significa dejar el lodazal sucio y volver a las aguas limpias y refrescantes de la gracia. Dios resume los pecados de Su pueblo en Jeremías: (1) «Me han abandonado a Mí, fuente de aguas vivas» y (2) «han cavado para sí cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2:13). El pecado nos tienta a creer que fuera de Dios hay agua mejor y más fresca. Entonces nos dice que empecemos a cavar. Al final, todo lo que tenemos es un agujero de barro agujereado. La confesión nos permite ver la realidad del pozo de barro sucio y agujereado y volvemos al único arroyo que puede saciar nuestra sed.
Confesar significa celebrar el Evangelio. Uno de los textos más citados cuando se trata de la confesión lo encontramos en la primera carta de Juan, el cual ofrece tanto una advertencia como una promesa. Primero viene la advertencia: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1:8). Para Juan, el hecho de que una persona tenga o no la verdad indica el estado de la relación de una persona con el Dios trino (por ejemplo, véase 1 Jn 2:4).3 Como se ve a lo largo de la historia bíblica, la proximidad a un Dios santo revela el pecado y la culpa de una persona. El ejemplo clásico es cuando Isaías se enfrenta a un Dios santo y confiesa que es un hombre de labios impuros (Is 6:5). Reconocer el pecado es un resultado de conocer a Dios. Una persona puede ser absolutamente sincera cuando dice: «No tengo pecados que pueda ver… en serio, no puedo pensar en ninguna debilidad o vicio». O bien este hombre es una prueba positiva de que la perfección se puede alcanzar en esta vida, o —más probablemente— se está mirando a sí mismo como el hombre podría mirarse en un espejo en una habitación oscura. Es solo cuando el Señor entra y enciende la luz que el hombre puede decir: «Oh… ahora lo veo». La gracia trae una exposición llena de la misma gracia.
Tras la advertencia viene una promesa: «Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad» (1 Jn 1:9). La palabra fiel (pistos) puede significar fiable o digno de confianza. En algunos casos, la palabra puede describir a alguien que cumple una promesa (Heb 10:23). Según Juan, la confesión revela que Dios es fiel y justo. Esta afirmación es consistente con la forma en que Dios se ha revelado a lo largo de la historia redentora. Dios declara que es a la vez justo (no exculpa a los culpables) y bondadoso (perdona las iniquidades) (Éx 34:6-9).
Es un poco paradójico. ¿Cómo puede Dios ser al mismo tiempo justo al juzgar nuestro pecado y bondadoso al perdonarlo? La cruz resuelve el enigma. Allí, la justicia de Dios contra el pecado se derrama sobre Jesús y el resultado consiguiente es el perdón y la reconciliación con Dios. La confesión celebra el evangelio declarando la justicia y la fidelidad de Dios.
Por un lado, la confesión nos lleva a reconocer libremente que, incluso en Su gracia, Dios sigue siendo justo. El pecado sigue siendo pecado y por eso debemos arrepentirnos. Por otro lado, al confesar, la persona se lanza a la misericordia segura de Dios, una misericordia concedida porque Jesús ya ha pagado por nuestro pecado en la cruz (Col 2:14). De esta manera, la confesión nos convierte en «monumentos vivos y ejemplos de Su bondad y paciencia».4 Por designio de Dios, la confesión transforma una comunidad en una comunidad centrada en el Evangelio.
JUSTIN JACKSON