Vv. 16, 17. No pongamos nunca nuestra propia voluntad contra la santa voluntad de Dios. No
sólo se otorgó libertad al hombre para tomar los frutos del paraíso, sino se le aseguró la vida eterna
por su obediencia. Se había establecido una prueba para su obediencia. Por la transgresión él
perdería el favor de su Hacedor y se haría merecedor de su desagrado, con todos sus espantosos
efectos; de esta manera él quedaría propenso al dolor, la enfermedad y la muerte. Peor que eso, él iba
a perder la santa imagen de Dios y todo el consuelo de su aprobación; y sintiendo el tormento de las
pasiones pecaminosas y el terror de la venganza de su Hacedor, la cual tendría que soportar para
siempre con su alma que nunca muere. La prohibición de comer el fruto de un árbol en particular era
sabiamente adecuada para el estado de nuestros primeros padres. En su estado de inocencia y
apartados de los demás, ¿qué ocasión o qué tentación tenían para romper alguno de los diez
mandamientos? El desarrollo de los acontecimientos prueba que toda la raza humana estaba
comprometida en la prueba y caída de nuestros primeros padres. Argumentar contra estas cosas es
luchar contra hechos irrebatibles, y contra la revelación divina; porque el hombre es pecador y
muestra por sus primeros actos y por su conducta posterior, que está siempre dispuesto para hacer el
mal. Está sometido al desagrado divino, expuesto a los sufrimientos y a la muerte. Las Escrituras
siempre hablan del hombre como que tiene un carácter pecador y está en este estado de miseria; y
estas cosas valen para los hombres de todas las épocas y de todas las naciones.