Sucede cada vez que me siento a escribir un artículo o un episodio de Piensa Podcast. Está sucediendo ahora mismo: «No tienes nada bueno que decir al respecto», «no sabes lo suficiente, deberías leer más sobre el tema», «tu argumento está lleno de fallas, mejor no publiques nada».
Los temores inundan mi cabeza. Me paralizan. Empiezo a planear una estrategia de huida. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué me metí en esto? Tal vez mañana mi mente esté más despejada. Mejor empiezo el otro mes.
Estoy convencida de que no puedo. El número de artículos que haya publicado en el pasado es irrelevante. Las palabras de aliento de los que me aman entran a oídos sordos. Soy un fracaso; nada ni nadie puede convencerme de lo contrario. Soy una impostora y tarde o temprano van a descubrirme.
La frase «síndrome del impostor» (o «fenómeno del impostor») se utiliza para describir la incapacidad que algunas personas tienen para reconocer sus logros como verdaderos, atribuyendo, por ejemplo, su buen desempeño a la suerte. Estos individuos se sienten como un fraude y están seguros de que, en algún momento, todos los que los rodean se darán cuenta de la farsa.
Este fenómeno molesto (que por cierto, no está clasificado como una enfermedad mental) es algo distinto a «sentirse un novato». Es razonable que, al empezar a desempeñarnos en alguna nueva área académica, profesional o ministerial, nos sintamos algo «verdes» y nerviosos con respecto a la calidad de nuestro trabajo. Hay mucho que no sabemos (y que no sabemos que no sabemos). Nuestra inseguridad está justificada en gran parte. Hacemos bien en hacer preguntas y avanzar con cautela.
Con el tiempo, sin embargo, muchos van adquiriendo cierta confianza en sus habilidades (lo que no implica arrogancia; uno puede ser un experto humilde) y realizan sus tareas con más libertad. Van construyendo sobre las bases sólidas que han formado. Otros, sin embargo, a pesar de que han desarrollado conocimiento y experiencia, pasan gran parte del tiempo paralizados.
Constantemente están dudando de las habilidades que han cultivado y de la calidad de la labor que hacen (incluso después de que otros los han afirmado en su buen trabajo). No tienen libertad para asumir los roles que Dios les ha dado y de cumplir con gozo las buenas obras que Él ha preparado para ellos. Siempre están quejándose: «¿Por qué yo? ¡No puedo, de verdad no puedo!».
Me cuento entre los (que se identifican como) «impostores». El sentimiento de incapacidad me acosa todo el tiempo. Incluso cuando se va, no hay alivio, porque luego me lamento de haber pasado más tiempo dudando de que puedo hacer lo que me toca, en lugar de trabajar duro para hacer bien lo que me toca. El síndrome del impostor es desgastante para el alma y paraliza mi obediencia. Este síndrome parece humildad pero es temor y egocentrismo.
No comparto estas palabras como alguien que ya venció en la batalla. Escribo desde la trinchera. Mi oración es que estas reflexiones te animen en tu propia lucha o te den herramientas para ayudar a un «impostor» al que amas.
Un llamado a la diligencia humilde
Si tuviera que elegir entre sentirme como impostora o sentirme desbordante de confianza por el resto de mis días, tengo que decir que elegiría —sin duda alguna— seguir siendo una «impostora». No estoy interesada en sentirme «cómoda». No estoy interesada en asumir que sé más que aquellos a quienes sirvo. No estoy interesada en dejar de crecer y aprender.
Pero no hay necesidad de elegir entre la parálisis y la arrogancia. Nuestro llamado es a la diligencia humilde. Nuestro llamado es a ser fieles al Señor, a diferencia del siervo malo y perezoso de la parábola de los talentos:
Porque el reino de los cielos es como un hombre que al emprender un viaje, llamó a sus siervos y les encomendó sus bienes. Y a uno le dio cinco talentos (108 kilos de plata), a otro dos y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y se fue de viaje. El que había recibido los cinco talentos, enseguida fue y negoció con ellos y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido los dos talentos (43.2 kilos) ganó otros dos. Pero el que había recibido uno, fue y cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor (Mt 25:14-18).
Cuando escucho al síndrome del impostor y dejo que me paralice, estoy enterrando el dinero de mi Señor en la tierra. Estoy tomando lo que Él me ha confiado para esconderlo, en lugar de utilizarlo para Su gloria.
Nota que el señor de la parábola les dio talentos a sus siervos «conforme a su capacidad» (v. 15). El síndrome del impostor hace que invierta mi tiempo tratando de convencer a mi Señor de que se equivocó: no debió haberme dado lo que me dio (es irrelevante si es «mucho» o «poco»; después de todo, el siervo perezoso recibió menos que los demás). Estoy tan convencida de que hubo un error, que paso las horas menospreciando las voces de los que me conocen y me afirman en mi labor: mi jefe está equivocado, mi mentor está equivocado, mi cónyuge está equivocado. Así pasan los días, mientras me dedico a cavar más y más profundo para enterrar lo que debería estar administrando.
Desentierra las monedas
¿Qué hacemos para dejar de escuchar al síndrome del impostor, desenterrar las «monedas» que Dios nos ha confiado y ponernos a trabajar con fidelidad?
Conocer y temer verdaderamente a nuestro Señor.
El siervo malo y perezoso pensaba que conocía bien a su Señor, pero al final de la parábola descubrimos que no era así. Tenía la información correcta, pero no la interpretó de manera adecuada. Un señor que «siega donde no sembró y recoge donde no ha esparcido» no es honrado al esconder la semilla, sino al usarla. Incluso el menor esfuerzo (meter el dinero al banco para recibir intereses) habría sido mejor que simplemente cuidar el dinero pasivamente.
Escuchar al síndrome del impostor es evidencia de que yo tampoco conozco bien a mi Señor. Estoy mortificada por mi desempeño en lugar de descansar en Aquel que no necesita usarme pero se deleita en hacerlo. Me torturo pensando que necesito un doctorado, en lugar de confiar en que el que me envía es Aquel que ha dado la boca al ser humano (Ex 4:11).
El temor del siervo malo y perezoso no estaba bien colocado. Como no conocía a su señor, no temía a su señor, sino al señor que había construido en su imaginación.
Escuchar al síndrome del impostor es evidencia de que mi temor también está mal colocado. Mis preocupaciones parecen piadosas —es fácil disfrazarlas de humildad— pero no lo son. Simplemente estoy siendo mala y perezosa en lugar de fiel. No estoy temiendo a mi Dios, quien me llama, envía, guía y fortalece. Estoy temiendo al fracaso, al qué dirán, a la humillación, al enfrentarme con mi ignorancia, al no obtener los resultados que espero.
«Impostores», hay talentos en nuestras manos. Estas aptitudes no son ocasión para vanagloriarnos —después de todo, no tenemos nada que no hayamos recibido del Señor (1 Co 4:7)— sino para agradecer en humildad porque Dios desea utilizarnos para cumplir Sus propósitos perfectos. Escuchemos la corrección y el ánimo de nuestros colegas y mentores (¿Te has puesto a pensar que escuchar al síndrome del impostor en lugar de a los expertos que nos conocen es menospreciar no solo tu labor sino también la de ellos? ¡Deja de tratarlos como si no supieran de lo que están hablando!). Que las retroalimentaciones y exhortaciones de los que nos rodean nos impulsen a continuar caminando en las buenas obras que Dios preparó para nosotros (Ef 2:10), independientemente de cómo nos sintamos.
No sé si el síndrome del impostor se irá del todo alguna vez. Sea como sea, mi responsabilidad es poner las manos en el arado y mirar hacia adelante día tras día. Gracias a Dios, no lo haré en mis fuerzas. Clamaré por diligencia humilde a cada paso, anhelando escuchar «siervo bueno y fiel» al final de la carrera. Confío en Cristo, el siervo bueno y fiel, que así será.
Ana Ávila