De todas las cosas que confirmaron mi llamado a plantar iglesias, nada fortaleció más mi convicción que la afirmación de mi esposa. Pero ella no siempre estuvo tan convencida.
Hasta el momento de mi llamado, había vivido de forma nómada. Fui capellán de una universidad en la India mientras mi esposa y yo éramos novios, así como pastor de servicios en inglés de una iglesia india en Houston mientras estábamos comprometidos. A los seis meses de casarnos, sentí un llamado a la ciudad de Nueva York.
Mi esposa nació y creció en Queens. Ella conocía los desafíos de vivir en la ciudad y que la mayoría de la personas no se mudan a Nueva York para establecerse. Además, había oído hablar de los rigores de la plantación de iglesias. Sus dudas estaban justificadas. Después de todo, no sabía cómo responder a sus preocupaciones y tampoco tenía algún plan.
¿Era mi deseo de plantar una iglesia fruto de la inquietud, uno de los muchos ejemplos de mi incapacidad para encontrar paz donde estoy? ¿Fue parte de un anhelo incesante de un nuevo reto, de obtener logros y llegar a ser más, aunque fuera en nombre de Jesús?
Era importante para mí buscar el consejo de Dios sobre estas preguntas difíciles. Pero nunca me había sentido tan impulsado a hacer algo que me aterrorizara como lo hacía la plantación de iglesias. No podía escapar de ello. Durante casi dos años, por el bien de nuestro matrimonio, le rogué a Dios que quitara ese deseo o que cambiara el corazón de mi esposa. En la maravillosa gracia de Dios, Él nos cambió a los dos.
¿Pueden ser realmente el plan de Dios las temporadas del matrimonio en las que los cónyuges no están de acuerdo, en las que cada uno ve solo una parte? Rara vez creemos esto en el momento. Vemos el desacuerdo como una interrupción, no como una preparación para el ministerio. Pero incluso cuando los cónyuges no se ponen de acuerdo, Dios está cumpliendo soberanamente Su propósito, fortaleciendo nuestra fe y posicionándonos para maravillarnos.
Una fe audaz pero frágil
Los líderes tienen una fe audaz. Tenemos la audacia de creer que Dios trasladará personas de la muerte a la vida para que se plante una iglesia. Tenemos la audacia de creer que Dios usará nuestras iglesias para transformar ciudades e incluso dar a luz a movimientos globales. Esta audacia, que limita con la ingenuidad, es un don necesario. Nos ayuda a proyectar una visión y a llamar a las personas a creer en Dios junto con nosotros.
Al mismo tiempo, la fe de un líder suele ser frágil. Nada expone más esto que nuestro descenso de la determinación al abatimiento cuando los demás no comparten nuestras convicciones. Cuando quienes nos conocen mejor y están más cerca de nosotros expresan sus dudas, la frustración puede surgir del caparazón de nuestra fe fracturada.
«¿No confían en nosotros?», preguntamos impacientes. «¿No confían en Dios?». Podemos descartar sus preocupaciones como una falta de fe sin ver las grietas en la nuestra.
Pero nuestra fe tiene grietas. ¿Qué otra cosa podría revelar nuestra frustración, sino una renuencia a confiar en el Señor? ¿No sería una oportunidad para esperar en Él mientras dirige los ríos del corazón a Su antojo (Pr 21:1)? ¿No podría el Dios que nos inspiró inspirar también a otros?
Las dudas de mi esposa sonaron tan fuerte para mí que no escuché la disonancia en mi propia fe. Me quedé allí creyendo que Dios cambiaría una ciudad, pero me costó creer que cambiaría y unificaría dos corazones.
A través de la debilidad y el asombro
Es doloroso cuando la unidad matrimonial es esquiva. Incluso los desacuerdos inocentes pueden parecer de alto riesgo. En el fondo, tememos una división real y definitiva sobre nuestro destino y propósito. La ansiedad ante la posibilidad de tomar una mala decisión ministerial se convierte en el temor de habernos casado con la persona equivocada. El resentimiento parece inevitable para el cónyuge que parpadea primero, y un camino pacífico hacia adelante parece nada menos que un milagro.
Pero la necesidad de milagros en el ministerio no debería ser una sorpresa. Los pastores honestos te dirán que plantar iglesias es un milagro. Es la obra de Dios, no la nuestra (1 Co 3:6). Los eventos, las circunstancias y las relaciones no se dan por nuestra propia genialidad. La obra es algo asombroso.
Dios nos llama en todo ministerio a llevar el tesoro del evangelio en vasos de barro para que quede claro que el poder superior pertenece a Dios y no a nosotros (2 Co 4:7). En otras palabras, nuestro camino está marcado tanto por la debilidad como por el asombro. Debilidad cuando experimentamos las pruebas y aprendemos nuestros límites y nuestra desesperación. Asombro cuando Dios nos saca adelante con Su poder extraordinario.
¿Qué significa esto para las parejas en el ministerio? Debemos anticipar los milagros, y el primero puede que sea la unidad matrimonial.
Plantar y no ganar nada
El Señor nos desarmó a mi esposa y a mí al hacernos ver Su fidelidad. Nos llevó a admitir las formas en que habíamos dejado que la ambición y la comodidad nublaran nuestra visión. No hubo un momento específico en el que todo se alineó de forma perfecta, pero con el tiempo, nuestros corazones se hicieron más cálidos para Dios y entre nosotros. Él usó nuestra lucha por unidad para desarrollar dependencia de Él y paciencia mutua.
Puede que sepas intelectualmente que Jesús edifica Su iglesia. Es lo que en primer lugar te animó a embarcarte en un viaje ministerial. Pero si tu matrimonio está dividido por el ministerio, tu convicción de que Jesús edifica Su iglesia se hará evidente en la forma en que se esperan el uno al otro.
Esto no significa que no necesitarás conversaciones difíciles, consejos piadosos y ceder. Pero sí significa que, debido a tu confianza en el poder de Cristo para cambiar los corazones, puedes abordar el desacuerdo con una postura de paciencia, confianza y amor. El asombro espera a las parejas que con paciencia buscan juntos el rostro de Dios, confiando en que Él usará las situaciones de división, sin importar lo que se decida, para Su gloria.
JASON JAMES