No sé si alguna vez te pasó que estabas muy entusiasmado con una tarea o ministerio, pues sentías que ese era el llamado del Señor para tu vida… hasta que empezaste a ver que los resultados no eran los que imaginabas al inicio. ¿Te ha pasado alguna vez? Es así como descubrimos nuestra necesidad de ser humillados por Dios para quitar el orgullo de nuestro corazón.
El próximo Billy Graham
Después de estudiar para ser capellán, comencé a visitar y predicar en la cárcel. Tenía gran entusiasmo y pasión por ver a aquellas personas conocer el evangelio. El Señor me había preparado de diferentes maneras para esto, como por ejemplo, sirviendo en tareas de evangelismo en nuestra iglesia local. Además, estaba entusiasmado de ser parte de un ministerio que pondría a nuestra iglesia en buena consideración a ojos de los miembros y del resto de la sociedad.
Yo pensaba que sería el próximo Billy Graham, un referente contemporáneo del evangelismo. Sin embargo, el Señor no había terminado conmigo y tenía muchas cosas que enseñarme.
Para mi desilusión, nadie mostró frutos de arrepentimiento durante los primeros meses de mi servicio regular en la cárcel. Aunque me dedicaba a predicar el evangelio a todos y cada uno en aquellas celdas húmedas, no hubo ni un solo convertido.
Mi frustración fue en aumento, al punto de querer tirar la toalla por la ausencia de resultados. Me preguntaba: «¿Será verdad que el Señor me llamó a este ministerio? ¿Se equivocó Dios o me equivoqué yo?».
Tiempo de ser humillado
Desde luego que el equivocado era yo. El llamado de Dios era cierto, pero mi actitud orgullosa al responder a Su llamado estaba mal. Fue un tiempo humillante para mí, pero con el paso del tiempo entendí que el Señor estaba trabajando en derrumbar mi orgullo, y Él siempre logra lo que se propone.
La gracia de Dios salió a mi encuentro en medio de mi angustia y frustración. Él me hizo entender por medio de Su Palabra cuál era el problema: Necesitaba confesar mi pecado de orgullo y clamar por ayuda al Señor. Yo no era el próximo Billy Graham.
Al igual que el rey Uzías, quien fue castigado con lepra por el Señor (2 Cr 26:16-20), yo también había caído en el orgullo. El apóstol Pablo también entendía este asunto del orgullo y las consecuencias que trae a nuestras vidas. La razón y propósito del famoso aguijón de Pablo era mantenerlo humilde:
Y dada la extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca (2 Co 12:7 énfasis añadido).
Trabajando de rodillas
Cuando Dios te hace ver las cosas con tanta claridad, solo te queda caer de rodillas y reconocer que estás teniendo una actitud que no le honra. Debes confesar tu pecado y clamar por Su intervención.
Las personas que sienten en sus corazones la disposición de servir a Dios necesitan una intervención divina en primer lugar. El orgullo y la arrogancia no tienen cabida en el reino de Dios; tarde o temprano lo podrás comprobar, porque Él mismo te lo hará ver. Dios trabajará en tu vida para quitar el orgullo, aunque tenga que hacerlo mediante procesos dolorosos.
A partir de ese «reencuentro» que tuve con el Señor de rodillas, ¿qué crees que sucedió? Las cosas en la cárcel comenzaron a cambiar, los reclusos comenzaron a prestar atención al mensaje del evangelio y Dios comenzó a obrar en sus corazones. Algunos hombres mostraron arrepentimiento y pudimos comenzar con ellos un estudio bíblico.
Esto no significa que siempre que nos humillamos ante Dios veremos automáticamente los resultados exactos que queremos en nuestros ministerios, pero muchos misioneros hemos aprendido (¡y seguimos aprendiendo!) que los mejores resultados —de acuerdo a la soberanía de Dios y Su plan para nosotros— vienen cuando trabajamos de rodillas y en humildad delante de Dios. Lo mismo aplica para toda la vida del creyente.
Recuerda que «la recompensa de la humildad y el temor del Señor son la riqueza, el honor y la vida» (Pr 22:4). La humildad encierra un tesoro incalculable, pero muchas veces se nos olvida. Entonces el Señor tiene que intervenir para hacernos recordar el peligro del orgullo y los beneficios de la humildad bíblica.
CARLOS LLAMBÉS