A muchos nos sorprendería escuchar un sermón sobre el temor de Dios en las iglesias de hoy. Si nos encontramos con uno, puede que escuchemos que «temor» no significa realmente temor. Nos dicen que significa «respeto».
Si bien es cierto que implica respeto y asombro, el sustantivo hebreo pa-had significa «pavor, una especie de pánico». En griego significa lo mismo. Allí la palabra es phobos, de la que obtenemos la palabra «fobia». El temor a Dios es una forma de xenofobia, un temor al extranjero o, en este caso, a Aquel que es totalmente extraño y diferente.
El temor a Dios no es principalmente un temor a algo (por ejemplo, al juicio) sino a alguien. Es Dios mismo quien provoca nuestra fobia. Él es diferente a nosotros, no solo porque somos meras criaturas, sino porque somos pecadores. Esto es lo que a veces se llama lo sublime. En la naturaleza experimentamos pequeñas insinuaciones de lo sublime. Al describir los tornados y los huracanes, los cazadores de tormentas alternan entre el terror por su poder devastador y el entusiasmo por su majestuosidad.
Lo mismo ocurre con los incendios masivos y los terremotos, o con el hecho de ser arrojado al mar en una tormenta. Los sobrevivientes hablan de «respeto», sin duda, pero siempre es algo más que una sensación de deferencia debida. Es estar envuelto en un profundo asombro que te hace querer acercarte y huir al mismo tiempo.
Temor a la gloria de Dios
Siempre que Dios se reveló a las personas en las Escrituras, ellas tuvieron miedo. Sé muy escéptico si alguien habla de una visión de Dios y la describe como una conversación casual. En la Biblia, Dios o Su mensajero tienen que decir: «No temas» (y, para algunos, repetirlo) porque las personas tienen miedo, ocultando sus rostros de la gloria del Dios santo. Este miedo es una experiencia desorientadora, el reconocimiento que uno tiene al sentir que no está en control de la situación. Uno no puede simplemente volver a subir al caballo y cabalgar confiadamente de nuevo en la silla de la calma emocional. Abram, Moisés, Josué, David y los demás simplemente se postraron en adoración. Al contemplar una visión de la majestuosidad de Dios, con incluso las más poderosas criaturas celestiales cubriendo sus rostros y pies, Isaías informa:
Y el uno al otro daba voces, diciendo:
«Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, Llena está toda la tierra de Su gloria».
Y se estremecieron los cimientos de los umbrales a la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije:
«¡Ay de mí! Porque perdido estoy,
Pues soy hombre de labios inmundos
Y en medio de un pueblo de labios inmundos habito,
Porque mis ojos han visto al Rey, el Señor de los ejércitos» (Is 6:3-5).
De nuevo, este temor es una especie de xenofobia porque no hay nadie como Dios. No digo simplemente que lo reconozcamos como único, sino que Él es único. Dios no es solo un ser supremo en la cima de la escalera. Él está muy por encima de la escalera que ha creado.
Respeto a todo tipo de personas, pero no me dejan sin palabras cuando estoy en presencia de ellos. Sin embargo, uno se queda simplemente estupefacto ante la absoluta otredad de este Extraño. No se revela para asustarnos. Cuando los ángeles se presentan, tienen que calmar a sus oyentes y asegurarles que vienen con buenas noticias. Esa es la reacción natural ante los servidores angélicos. Pero la majestuosidad del Único es abrumadora para todas las criaturas y la experiencia de Isaías fue solo una visión, no una mirada directa de Dios en Su gloria cegadora. Isaías pudo haber pensado que era tan bueno como cualquier otra persona, hasta que vio a Dios.
Temor al poder de Jesús
Un episodio similar ocurre en Mateo 8:23-27. Incluso cuando Dios se reviste de nuestra humanidad para ocultar Su gloria cegadora, Su sublimidad provoca temor. Jesús y Sus discípulos están en una barca y de repente se produce una megatormenta (seismos megas en griego). Aterrados por el peligro inminente, los discípulos despiertan a un Jesús inexplicablemente dormido:
¡Señor, sálvanos, que perecemos! Y Él les contestó: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?». Entonces Jesús se levantó, reprendió a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se maravillaron, y decían: «¿Quién es Este, que aun los vientos y el mar lo obedecen?» (Mt 8:25-27).
«Maravillados», como dice la mayoría de las traducciones al español, no capta del todo el original: ethaumasan, de thamazô, que significa «asombrado fuera de sus sentidos». En el relato de Marcos encontramos que también se «maravillaron», pero el griego dice con más precisión: «[temieron] (ephobethesan) con gran temor (megan phobon)» (Mr 4:41).
La furia de los elementos naturales —sublime en su aspecto más aterrador— provocó que los discípulos pidieran a Jesús que los salvara. Al igual que el resto de nosotros, tenían miedo de una amenaza natural inminente. Puede que hubiera algún indicio de lo sublime en esta tempestad, pero se trataba sobre todo de terror puro.
Pero en ese momento en que Jesús, con una simple orden, puso fin a la aterradora tormenta, tuvieron más miedo de Jesús que de la tormenta. La presencia total del Sublime estaba demasiado cerca de ellos. Durante una fracción de segundo, los discípulos pudieron sentir alivio de que Jesús estuviera con ellos en la barca, pero luego sintieron ese asombro desorientador. Durante la tormenta, sabían que Él podía salvarlos de un peligro mortal, y lo hizo. ¡Pero luego sintieron que Él era la mayor amenaza!
En otro episodio de navegación, Jesús les dice a los discípulos que tiren la red después de un mal día de pesca. Se trata de la barca de Pedro. En tierra, Jesús podría ser respetado como el rabino sabio, pero ahora es parte de la tripulación y apenas está en condiciones de dar órdenes al veterano capitán.
Sin embargo, Jesús toma el mando, y cuando vuelven a tirar de la red, está tan llena que apenas pueden echarla a la barca. Al verlo, Simón Pedro cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: «¡Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador!» (Lc 5:8). Al igual que en Isaías 6 y Mateo 8, Pedro tiene aquí ese sentido de lo sublime —esa belleza espantosa— que repele y atrae simultáneamente. Lo que resulta tan sorprendente en estos episodios es el miedo que acompaña a las palabras y los actos de Jesús, aunque su majestuosidad cegadora esté oculta en nuestra carne humana.
Dios no es nuestro colega, un abuelo indulgente, un entrenador de vida o un compañero de juego. Es el Creador soberano del cielo y de la tierra, que nos pide cuentas a cada uno de nosotros por nuestros pecados, contra Él en primer lugar, pero también contra nuestro prójimo y el resto de la creación que Él ha hecho.
Esta es la verdadera crisis a la que nos enfrentamos. Es esta crisis la que debería hacernos temer: «Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que con injusticia restringen la verdad» (Ro 1:18). Solo con este telón de fondo puede impresionarnos la fuerza de ese precioso título, «Amigo de pecadores».
MICHAEL HORTON