GRANT GAINES
La serpiente más mortífera del mundo es la taipán del interior de Australia. El veneno de una mordedura puede matar a un centenar de personas adultas. Imagina que llegas a casa y encuentras a esta asesina venenosa enroscada en tu sala. ¿Qué harías? No animarías a tus hijos a jugar con ella. No la tendrías como mascota. No, ¡tomarías una pala y le apuntarías a la cabeza!
Tenemos algo mucho más peligroso en nuestros hogares y corazones: el pecado. Tristemente, demasiadas personas juegan con el pecado en lugar de darle muerte.
John Owen advirtió famosamente a los cristianos: «Mata al pecado o él te matará a ti». Su libro La mortificación del pecado es una exposición de las palabras de Pablo: «Porque si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu hacen morir las obras de la carne, vivirán» (Ro 8:13). Aunque los cristianos no pueden eliminar el pecado en esta vida, Owen nos anima a luchar con diligencia contra los deseos pecaminosos y a darles muerte.
¿Cuál es la pala que utilizamos para atacar nuestro pecado? Owen nos da nueve instrucciones prácticas:
1. Diagnostica la severidad del pecado.
Cuando una persona ha luchado con un pecado durante mucho tiempo, será más difícil matarlo. Este es especialmente el caso si ha habido largas temporadas en las que esa persona ha consentido el pecado en lugar de tratar activamente de matarlo. Dar excusas, justificar el comportamiento pecaminoso o aplicar demasiado rápido la gracia y la misericordia a un pecado también contribuyen a la gravedad del pecado y conducen a un corazón y una conciencia endurecidos. Considera estos factores cuando diagnostiques la gravedad de un pecado, porque una lucha más severa requiere un esfuerzo más enfocado en la mortificación.
2. Comprende las graves consecuencias del pecado.
Incluso para el cristiano, que ha sido declarado justo posicionalmente, el pecado sigue siendo peligroso. Owen expone cuatro peligros que plantea el pecado para el creyente: el endurecimiento por el engaño del pecado, la disciplina temporal de Dios, la pérdida de paz y fuerza y, por último, el peligro de la destrucción eterna; al continuar en el pecado, uno puede demostrar que nunca estuvo verdaderamente convertido. El pecado de un cristiano contrista al Espíritu Santo (Ef 4:25-30), hiere al Señor Jesús (Heb 6:6) y puede hacer que un cristiano pierda su utilidad para el ministerio.
3. Convéncete de tu culpabilidad.
Entendemos la culpa a través de la ley y el evangelio. «Trae la santa ley de Dios a tu conciencia», escribe Owen, «pon tu corrupción en ella, ora para que te afecte». Medita en los mandamientos bíblicos que hablan de la pecaminosidad del pecado y luego considera también tu pecado a la luz de la cruz. Pregúntate: «¿Por qué he seguido pecando cuando se me ha mostrado tanta gracia y misericordia? ¿Cómo puedo mostrar tanto desprecio?».
4. Desea fervientemente la liberación.
Puedes anhelar la liberación del pecado cuando conoces tu gran culpa. ¿Por qué esto es importante? Porque «anhelar, respirar y clamar por la liberación es una gracia en sí misma, que tiene un gran poder para conformar el alma a la semejanza de la cosa anhelada». De hecho, según Owen, «a menos que anheles la liberación, no la tendrás».
5. Considera la relación entre tus pecados y tu temperamento natural.
Cada persona tiene un temperamento y una naturaleza únicos que hacen que ciertos pecados sean más difíciles de matar. Owen nos recuerda: «La propensión a algunos pecados puede residir, sin duda, en el temperamento y la disposición natural de los hombres». No somos menos culpables por cometer los pecados a los que somos propensos, pero cuando nos conocemos a nosotros mismos, sabemos las áreas de nuestra vida en las que es necesaria una mayor autodisciplina (1 Co 9:27).
6. Evita las ocasiones que incitan al pecado.
Considera las circunstancias que acompañan tu caída en el pecado y guárdate de ellas. «Hay que saber que el que se atreve a jugar con las ocasiones de pecar, se atreve a pecar», dice Owen. Si queremos dejar de pecar, debemos evitar los lugares resbaladizos que ocasionan nuestras caídas.
7. Haz frente a las primeras señales del pecado.
Seremos más efectivos en dar muerte al pecado cuando «nos levantemos poderosamente contra los primeros actos» de nuestros deseos pecaminosos. Es difícil detener el agua una vez que estalla en una inundación. Así también es difícil detener el pecado si permitimos que nuestro deseo por el mismo crezca.
8. Medita en la gloria de Dios.
No debemos dejar que el pecado gane terreno. En cambio, debemos volvernos de nuestro pecado a «la excelencia de la majestad de Dios». Cuando veamos la gloria de Dios, veremos en contraste la fealdad de nuestro pecado. Owen dice que es especialmente útil considerar cuánto de la grandeza de Dios no conocemos: «No es más que una pequeña porción lo que conocemos de Él». Es difícil que el pecado florezca en un corazón lleno de un sentido de la majestuosidad de Dios.
9. No te apresures a consolarte.
La instrucción final de Owen viene en forma de advertencia. Aunque experimentemos culpa y convicción por el pecado, no debemos asumir que el pecado está derrotado. El pecado es engañoso y puede engañarnos haciéndonos creer que lo hemos tratado con decisión cuando no es así. Owen nos advierte que no debemos hablarnos de paz antes de que Dios lo haga (Jr 6:14), sino que debemos «examinarnos a nosotros mismos, para ver si estamos en la fe» (2 Co 13:5). Advierte que podemos consolarnos falsamente si tratamos el proceso de arrepentimiento con ligereza, no mostramos preocupación por otros pecados o si nuestro consuelo «no va acompañado de la mayor detestación imaginable hacia ese pecado».
El pecado es como una serpiente agresiva. Si no atacamos el pecado de forma proactiva, resultará mortal. Afortunadamente, no estamos solos en la lucha. El poder para matar el pecado viene de Cristo a través del Espíritu Santo. Mientras nos enfocamos en apagar el pecado, también debemos acercarnos al trono de la gracia. Es allí donde encontraremos la gracia para ayudarnos en nuestros momentos de necesidad (Heb 4:16). El esfuerzo es necesario, pero como dice Owen: «La mortificación de cualquier pecado debe ser por un suministro de gracia. Por nosotros mismos no podemos hacerlo».