Esta es una historia real. No le sucedió al amigo de un amigo, sino a mí. Una amiga y yo tomábamos café en el comedor de mi casa, mientras nuestros hijos estaban ocupados en un juego de mesa. La dinámica era simple: gana el primero en llegar al centro del tablero. El tablero tiene varios caminos de colores que apuntan al centro.
Para que el juego fuera más interesante, colocamos tres dulces en el centro del tablero. El ganador se quedaría con ellos. Los chicos jugaron un buen rato entre carcajadas hasta que Dani, la hija de mi amiga, llegó al centro.
El menor de mis hijos nunca ha sido un buen perdedor (estamos trabajando en eso), así que no me sorprendió que se cruzara de brazos y frunciera el ceño refunfuñando: «Pero yo quería ganar».
Lo que me sorprendió fue lo que pasó después. Dani repartió su premio: un dulce para cada uno. Mi hijo mayor no hizo preguntas e inmediatamente se metió el caramelo en la boca. El más pequeño, sin embargo, se quedó mirando a Dani como si ella fuera un extraterrestre.
—Pero no gané.
—Está bien, Judá —dije yo. —Puedes tomar el dulce.
—Pero no gané.
—Lo sé, hijo. No es un premio. Es un regalo. Tu amiga está compartiendo.
—¡No! ¡Yo no gané! ¡No me lo quiero comer! ¡YO NO GANÉ!
Todos nos quedamos perplejos. Nunca en mi vida había visto a un niño de tres años hacer un gran berrinche porque no quería comer un dulce. Pero toda mi perplejidad se esfumó mientras ayudaba a calmar la revolución interior de mi hijo; me di cuenta de que yo no soy tan distinta.
Mi hijo y yo no somos tan distintos
En más de una ocasión dejé de hacer mis tareas hasta que es imposible posponerlas más. Quizá un artículo me intimida y no estoy poniendo palabras en el papel, aunque debo enviar mi borrador al día siguiente. Tal vez dejo la vajilla para lavarla más tarde, hasta que ya no tenemos ni un plato limpio para comer.
Cuando esto sucede, suelo quedarme en la oficina o la cocina hasta altas horas de la noche. Sé que, en algún momento, mi esposo habrá terminado sus propias tareas y asomará su cabeza por la puerta. Pero jamás para reclamarme o reprocharme. Él me acompaña; me pregunta cómo puede ayudar.
Y yo me enojo.
¿Por qué nos cuesta recibir el amor de Cristo?
Cuando mi esposo me extiende su bondad y yo me enojo, lo hago porque estoy muy consciente de que no merezco esa bondad. Sé que pude haber cumplido con mi tarea en tiempo y forma, pero me dejé dominar por la pereza o el temor. Merezco el desvelo y afrontar las consecuencias de mis actos. Merezco el reproche y el regaño.
Pero cuando esa bondad ofrecida hace que el enojo inunde mi corazón, estoy convirtiendo el amor de pacto en una transacción. Me das y yo te doy; te doy y me das. Fallas y te reprocho; fallo y me reprochas.
Pero así no amó Jesús. Así no ama Jesús.
Cristo tuvo compasión (Mt 14:14). Miró a la mujer que fue descubierta en adulterio y le dijo: «Yo tampoco te condeno. Vete; y desde ahora no peques más» (Jn 8:11).
Ese es el corazón de nuestro Señor. Dios nos ama porque Él es amor (1 Jn 4:8), no por nuestra diligencia, nuestra pureza o nuestra pasión por el evangelio. Es fácil decirlo, pero para un corazón orgulloso, recibirlo es diferente.
Examina tu corazón: ¿Te sientes amado cuando lees la Biblia regularmente, pero condenado cuando pasas semanas sin orar? ¿Crees que Dios está cerca cuando levantas tus manos en la alabanza, pero no cuando vuelves a fallar en ese pecado que te atormenta?
¿Por qué nos cuesta tanto recibir el amor de Cristo? Porque queremos que nos ame por quienes somos, no por quien Él es. Queremos sentir que lo merecemos.
Esto no es el evangelio, sino una salvación por obras. Es rechazar el sacrificio de Cristo.
Gracia para cada instante
Todos los cristianos dicen «amén» a las palabras de Pablo: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro 5:8). A veces, sin embargo, parece que se nos olvida seguir leyendo: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida» (v. 11).
El evangelio no es un «borrón y cuenta nueva» y «ahora sí, échale ganas y pórtate bien». Los cristianos caminamos por gracia a cada instante. Somos salvos por la vida de Cristo. Su justicia perfecta ha sido puesta en nuestra cuenta. Cuando Jesús le dijo a la mujer adúltera «no peques más» no le dio solo un mandamiento. En la cruz, proveyó todo lo necesario para que ella pudiera cumplir con ese mandamiento.
Cuando la condenación me impide recibir la bondad y el amor de Dios, estoy diciendo que la vida y la muerte de Jesús no fueron suficientes. Necesito sentir que «hago las cosas bien» para recibir el amor del Padre.
Camina a la luz del amor inagotable de Dios
Los cristianos buscamos ser como Jesús, pero con frecuencia fallamos. Con todo, Dios nos sigue amando. El enemigo intentará inundar nuestras mentes con acusaciones reales de que no merecemos el amor de Dios, para distraernos de la misericordia y la bondad real del Señor. No caigamos en la trampa. Corramos a Cristo, reconociendo nuestra insuficiencia y confiando plenamente en Su suficiencia para traer sanidad a nuestras almas.
Que la tristeza al ver tu pecado te lleve al arrepentimiento, no a derrumbarte por la condenación del enemigo (2 Co 7:10).
La bondad y paciencia de Dios son inagotables en Jesús. ¡Deléitate en ellas! ¡Recíbelas! No seas como un niño que rechaza la gracia porque no la merece. ¡Es gracia porque no la mereces! Que el amor de Cristo sea lo que te impulse a vivir para Su gloria, sabiendo que ya eres y siempre serás plenamente amado por tu Padre celestial.
ANA ÁVILA