JOSÉ «PEPE» MENDOZA
Probada es toda palabra de Dios;
Él es escudo para los que en Él se refugian (Pr 30:5).
Entramos a la penúltima sección del libro de Proverbios. El autor de este capítulo se presenta como «Agur, hijo de Jaqué» (v. 1a). Ambos personajes son desconocidos. Algunos estudiosos piensan que son nombres simbólicos, ya que Agur significa «recolector» y Jaqué se puede traducir como «obediente». Los proverbios son entregados a «Itiel y a Ucal» (v. 1b), quienes son considerados hijos o discípulos de Agur. También se consideran nombres simbólicos que significan «Dios contigo» y «celoso» o «fuerte». Por lo tanto, podríamos hablar de un discurso de sabiduría por el recolector de obediencia para que el que goza de la presencia de Dios se mantenga celoso por la verdad.
El capítulo está formado por diversos apotegmas, es decir, dichos de sabiduría proverbial escritos en grupos de dos a cuatro declaraciones que buscan exponer la realidad humana en toda su dimensión, pero también nuestro anhelo por la sabiduría y la exposición del contraste entre la sabiduría y la necedad. En esta reflexión, presentaré solo la primera parte del capítulo como un viaje que nos encamina hacia la sabiduría y nos muestra los retos al buscar conducirnos sabiamente y para la gloria de Dios.
La primera señal de que estamos bien encaminados en dirección a una vida sabia es cuando reconocemos nuestra propia ignorancia. Agur es claro y dice sin miramientos: «Ciertamente soy el más torpe de los hombres, y no tengo inteligencia humana. Y no he aprendido sabiduría, ni tengo conocimiento del Santo» (v. 2-3). Estas palabras podrían sonar extremas y hasta injustas si uno solo las evalúa en términos humanos. Sin embargo, Agur no compara su sabiduría en relación con otros contemporáneos, sino con Dios mismo. Él se pregunta: «¿Quién subió al cielo y descendió? ¿Quién recogió los vientos en Sus puños? ¿Quién envolvió las aguas en Su manto? ¿Quién estableció todos los confines de la tierra? ¿Cuál es Su nombre o el nombre de Su hijo? Ciertamente tú lo sabes» (v. 4). Ningún humano lo puede hacer, solo el Dios sabio y omnipotente.
Es indudable que toda búsqueda de sabiduría no empieza al creernos sabios, y menos con un libro de datos por aprender. En cambio, comienza con un sentido claro de humildad, el reconocimiento de nuestra propia ignorancia y un sometimiento tácito a Dios mismo, la fuente de sabiduría. Agur reconoce lo que David cantaba sobre la sabiduría manifiesta de Dios en la creación:
Los cielos proclaman la gloria de Dios,
Y el firmamento anuncia la obra de Sus manos…
No hay mensaje, no hay palabras;
No se oye su voz.
Pero por toda la tierra salió su voz,
Y hasta los confines del mundo Sus palabras (Sal 19:1, 3-4a).
El camino a la sabiduría empieza cuando nos detenemos asombrados al ver la enorme sabiduría de Dios desplegada de forma evidente y maravillosa en toda la creación. El apóstol Pablo estaba lleno de admiración cuando dijo: «Porque desde la creación del mundo, Sus atributos invisibles, Su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que [nosotros] no [tenemos] excusa» (Ro 1:20). La sabiduría verdadera tiene su punto de partida en el temor reverente a un Dios creador y sustentador de toda la creación, de la cual todos nosotros formamos parte y nos beneficiamos.
La segunda parada nos lleva a detenernos en otra manifestación inmensa de la sabiduría divina: las Escrituras. Las palabras de Agur en el encabezado de esta reflexión afirman que la sabiduría de Dios no es teórica o subjetiva, sino que está «probada» por completo en medio de Su pueblo. La Palabra de Dios nos habla de un Señor protector y redentor, en quien podemos refugiarnos con confianza porque, como dijo Pedro, «Y así tenemos la palabra profética más segura, a la cual ustedes hacen bien en prestar atención como a una lámpara que brilla en el lugar oscuro, hasta que el día despunte y el lucero de la mañana aparezca en sus corazones» (1 P 1:19). Es tan completa, perfecta y apropiada, que Jesucristo llegó a afirmar: «Pero es más fácil que el cielo y la tierra pasen, que un ápice de la ley deje de cumplirse» (Lc 16:17).
Nosotros decimos que alguien «no va a inventar la rueda» cuando nos referimos a algo que ha sido sumamente probado y no requiere que pensemos en modificarlo en lo absoluto. Por eso Agar dice: «No añadas a Sus palabras, no sea que Él te reprenda y seas hallado mentiroso» (v. 6). Ya Adán y Eva comprobaron que es necio cuestionar el mandamiento clarísimo de Dios, pero es aún mucho más necio tratar de añadir palabras que el Señor no ha pronunciado y así confundir y perder el sentido de la sabiduría divina (Gn 3). Como la sabiduría de Dios se muestra perfecta, compleja y eficiente en la creación, también las Escrituras demuestran que la sabiduría de Dios es para el cristiano «útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra» (2 Ti 3:16).
Agur no se queda teorizando alrededor del poder de la sabiduría de Dios en la creación y en las Escrituras. Eso no sería sabiduría bíblica. Por el contrario, una vida sabia es una vida buena, equilibrada y productiva que pone en práctica la verdad. Pero también es una vida que reconoce su levedad, brevedad y que no es ajena a sufrir ante cualquier circunstancia fortuita. Un sabio reconoce que la vida es corta, los desafíos son diarios, y que en su vida habrán victorias y derrotas, pero también sabe que su Dios es el que «puede atrapar el viento en su puño o envolver el mar en su manto» (v. 4c NVI). Él sabe que no puede depender de su propia fuerza, su conocimiento o su intuición. La sabiduría nunca nos convertirá en seres independientes, infalibles y autónomos del Creador. Por el contrario, nos lleva a depender de Dios con todas las fuerzas y pedirle que nos conceda una vida buena, por Su sola gracia; la posibilidad de vida íntegra producto de la salvación en Jesucristo.
Agur es sabio, reconoce la sabiduría de Dios inconmensurable en la creación y afirma el valor probado de la Palabra de Dios que no necesita una tilde más. Pero también se acerca al Señor con sabiduría y acepta su finitud para pedirle dos cosas que también deberíamos pedir nosotros para vivir realmente una vida buena:
Dos cosas te he pedido, no me las niegues antes que muera:
Aleja de mí la mentira y las palabras engañosas,
No me des pobreza ni riqueza; dame a comer mi porción de pan,
No sea que me sacie y te niegue, y diga: «¿Quién es el Señor?».
O que sea menesteroso y robe, y profane el nombre de mi Dios (v. 7-8).