El término hebreo Mesías y su equivalente griego, Cristo, significa «Ungido». Estos son términos teológicos exclusivos atribuidos a Jesús de Nazaret. Los evangelios narran cómo Jesús mismo reconoció este hecho:
Jesús llegó a Nazaret, donde había sido criado, y según Su costumbre, entró en la sinagoga el día de reposo, y se levantó a leer. Le dieron el libro del profeta Isaías, y abriendo el libro, halló el lugar donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para anunciar el evangelio a los pobres.
Me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos,
y la recuperación de la vista a los ciegos;
para poner en libertad a los oprimidos;
para proclamar el año favorable del Señor» (Lc 4:16-19).
Jesucristo es el Rey de gloria, el Rey redentor. Jesús vino al mundo como el prometido Rey eterno, el Hijo de Dios, el hijo de Adán y de Abraham, del linaje de Judá y de David, para, por medio de la muerte, vencer y humillar a todos Sus enemigos, estableciendo para Sí mismo y para la gloria del Padre un reino y un pueblo leal a Su imperio.
1) El Mesías fue prometido
Esta realidad es presentada desde el inicio de la historia hasta el final, desde Génesis hasta Apocalipsis. Cuando Adán y Eva pecaron en Edén, les fue prometido un hijo redentor, el «Mesías». Adán, a quien se le había conferido todo dominio y gobierno (Gn 1:26), ahora yacía derrotado por el adversario (Gn 3:8-20). Pero Dios prometió que Su Hijo vendría a ser más fuerte que el adversario para obtener una aplastante victoria final (Gn 3:15; Ro 16:20).
La esperanza de Abraham descansó en la promesa divina de un futuro Mesías rey gobernante. El Señor le dijo a Abraham: «Tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos. Y en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra» (Gn 22:17-18; cp. 26:4 a Isaac; Gn 28:14 a Jacob; Gá 3:16). Esta fue la esperanza de Jacob, pues él profetizó sobre su descendencia aquellas cosas que habrían de suceder «en los días venideros». (Gn 49:1) diciendo:
Cachorro de león es Judá […] Se agazapa, se echa como león […] El cetro no se apartará de Judá, ni la vara de gobernante de entre sus pies, hasta que venga Aquel a quien pertenecen todas las cosas (SILOH), y a Él sea dada la obediencia de los pueblos […] ¡Tu salvación espero, oh Señor! […] el Poderoso de Jacob […] el Pastor, la Roca de Israel (Gn 49:10-11, 18, 24).
Moisés también escribió aquella profecía de Balaam destinada para los «días venideros» (Nm 24:14). La profecía presenta a este gobernante, León de la tribu de Judá: Su reino será «exaltado», devorará «a las naciones que son Sus adversarios» y saldrá «de Jacob» (Nm 24:7, 8, 19). Así lo entendieron desde las primeras generaciones hasta Moisés y todo Israel después de ellas porque el escriba de las Crónicas de los reyes de Judá habló sobre Judá y de su descendencia así: «Judá prevaleció sobre sus hermanos, y de él procedió el príncipe» (1 Cr 5:1-2), y también el salmista: «[El Señor] desechó también la tienda de José […] escogió a la tribu de Judá» (Sal 78:67).
Esta esperanza también la podemos ver en creyentes que no fueron grandes profetas o líderes del pueblo y que vivieron antes de la dinastía de los reyes en Israel. Ana, la madre de Samuel, oró y dijo: «Los que se oponen al Señor serán quebrantados […] el Señor dará fuerza a Su rey, y ensalzará el poder de Su ungido» (1 S 2:1, 10).
Más adelante, Dios ilustró al futuro rey ungido en la persona de David y su reino. Luego por medio de David ratificó la promesa y fue aún más específico en cuanto a la descendencia. Durante la coronación de Salomón limitó la llegada del Mesías a un futuro hijo de él:
Cuando tus días se cumplan y reposes con tus padres, levantaré a tu descendiente después de ti, el cual saldrá de tus entrañas, y estableceré Su reino. Él edificará casa a Mi nombre, y Yo estableceré el trono de Su reino para siempre. Yo seré padre para Él y Él será hijo para Mí (2 S 7:12-14).
David habló de un día más allá de la muerte de Salomón en que Dios levantaría de Su descendencia a un Rey con un reino eterno, que edificaría casa final para el nombre del Señor y que sería Hijo de Dios (cp. Sal 2:7-12).
Siglos después, el profeta Isaías declaró que este Hijo nacería de una virgen como señal retroactiva del disgusto del Señor contra la incredulidad del rey Acaz (Is 7:14).1 Sobre ese niño estaría el nombre de Dios mismo (Emmanuel: Dios con nosotros). Además, «La soberanía reposará sobre Sus hombros; y se llamará Su nombre Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz. El aumento de Su soberanía y de la paz no tendrán fin sobre el trono de David y sobre Su reino» (Is 9:6-7).
Unos 600 años después, basado en esta doctrina y cultura profética mesiánica de miles de años, las expectantes multitudes que iban delante de Jesús gritaban a las puertas de Jerusalén: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (Mt 21:5-9, 15; Mr 11:9-10; Jn 12:13; cp. Hch 13:22-23).
2) El Mesías en retrospectiva
Esta historia del Mesías que comenzó en Edén es resumida de manera magistral por el autor del libro de Hebreos. El autor en su primer capítulo toma exclusivamente textos del AT que apuntan a Cristo como Hijo de Dios, Dios mismo, Creador y Rey eterno, para luego resaltar que así como Adán fue un «poco inferior a los ángeles», también Jesús lo fue (Heb 2:1-9). Y que Jesús, participando de «carne y sangre», es aquel que anuló «mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo», para «librar» a los que «estaban sujetos a esclavitud durante toda su vida» (2:14).
Jesús logró vencer al diablo por medio de la muerte; al morir por todos nosotros, Jesús pudo comprar nuestra libertad, restaurar todas las cosas y ser coronado de gloria y honor como supremo Rey.
Estas verdades señaladas por el autor de Hebreos y que exaltan a Jesús como Rey conforman aquella misma promesa que fundamentaban la fe de Adán, Abraham, Moisés, David y todo aquel que creyó. Ellos pusieron su confianza en un futuro descendiente que aplastaría a la serpiente y a todos sus enemigos. Luego, en el cumplimiento del tiempo, Jesús nació en Belén, vivió una vida perfecta y logró —por medio de Su muerte y resurrección— la redención de Su pueblo.
La victoria fue lograda y lo que ahora vislumbramos es el aumento de las fronteras de Su reino hasta aquel día de nuestra esperanza, donde Jesús restaurará todas las cosas según la victoria del Calvario. Un día Él volverá montado sobre un caballo blanco con espada afilada para herir a las naciones, con un victorioso nombre escrito en Su manto y en Su muslo: «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19:15-16).