Hace casi treinta años, una muchacha preciosa llegó a trabajar en un negocio. Ella era una persona eficiente, trabajadora y responsable. Uno de los dueños del negocio puso sus ojos en ella, la invitó a una primera cita y le pidió matrimonio. Como podrás notar, era un hombre con un alto nivel de impaciencia.
Él había estudiado administración de empresas y la eficiencia era para él casi una obsesión. Su formación profesional determinó su forma de ser. Gracias a Dios, ella le dijo que «sí». Ya casados, ambos comenzaron una relación con Cristo que sigue hasta el día de hoy. Por cierto, ese hombre era yo.
(Quiero aclarar que en aquel momento no éramos cristianos, por lo que de ninguna manera estoy recomendando esta manera de actuar).
Un mundo impaciente
Vivimos en una sociedad llena de personas impacientes. La mayoría de nosotros sufre de «impacientitis». No busques la palabra en el diccionario, la acabo de inventar. Hoy, las personas viven muy ocupadas y esa impaciencia se transfiere también al ámbito cristiano.
Queremos resultados rápidos y nos cuesta esperar en Dios. La idea de que si estamos haciendo cosas entonces estamos agradando a Dios, ha minado tanto nuestras iglesias como nuestras mentes.
También hay ocasiones en que otros nos presionan por una respuesta inmediata y caemos en el error de responder casi sin pensar lo que estamos diciendo. Mucho menos nos tomamos el tiempo para buscar la voluntad de Dios para tal asunto.
A Moisés se le presentó un caso de este tipo, respecto a la celebración de la Pascua:
Pero había algunos hombres que estaban inmundos por causa de una persona muerta, y no pudieron celebrar la Pascua aquel día. Y vinieron ante Moisés y Aarón aquel día, y aquellos hombres les dijeron: «Aunque estemos inmundos por causa de una persona muerta, ¿por qué se nos impide presentar la ofrenda del Señor en su tiempo señalado entre los israelitas?» (Nm 9:6-7).
Es posible que aquellos hombres buscaban una solución en el momento. La respuesta de Moisés no fue lo que esperaban, pero fue la correcta: «Esperen, y oiré lo que el Señor ordene acerca de ustedes» (v. 8). Sabias palabras de un hombre que conocía la importancia de esperar y escuchar lo que el Señor tiene que decir sobre todo asunto.
Reconociendo nuestra lucha
Me gusta imaginar la escena cuando Jesús dio la Gran Comisión a los discípulos. Me imagino que Pedro, con ese temperamento impetuoso, salió corriendo a cumplir con la orden mientras Jesús le daba un grito: «¡Pedro regresa, ¿a dónde vas? ¿Cuál es tu apuro?!».
Jesús podría haber pronunciado después las palabras que quedaron registradas en la Biblia: «Yo enviaré sobre ustedes la promesa de Mi Padre; pero ustedes, permanezcan en la ciudad hasta que sean investidos con poder de lo alto» (Lc 24:49).
Es evidente que Pedro luchaba con su propia impaciencia que lo llevaba a actuar de forma imprudente. Lo vemos en los evangelios y más claramente en la noche que Jesús fue arrestado: «Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco» (Jn 18:10).
Pedro quería tomar el «toro por los cuernos» y hacer las cosas a su manera. Quería evitar que arrestaran a Jesús, lo cual pareciera ser una causa justa. Pero estaba muy lejos de los planes de Dios.
El Evangelio de Lucas nos permite ver que la respuesta de Jesús fue muy diferente. «“¡Deténganse! Basta de esto”. Y tocando la oreja al siervo, lo sanó» (Lc 22:51). ¿Te imaginas lo que hubiese sucedido con Pedro si Jesús no hubiera intervenido y sanado la oreja del guardia? Sin embargo, Jesús demostró paciencia con Pedro y la tiene también con nosotros.
¿Te pareces a Pedro? En una escala del uno al cinco, ¿cómo evaluarías tu impaciencia? ¿Reconoces que eres una persona impaciente? A veces necesitamos detener todo activismo y prisa por un tiempo y esperar a ver lo que el Señor está haciendo con y por nosotros. La paciencia es una virtud que se espera de cada creyente; forma parte de su andar digno del evangelio (Ef 4:2-3, 2 Ti 2:10 – 4:2, Stg 6:7-8).
Quiero desafiarte a que medites por un tiempo en silencio, con reverencia y en oración en Dios y Su palabra. Ve a Él y dile «Padre, aquí estoy, enséñame a esperar. Tú me conoces bien y sabes que mi impaciencia puede obstruir lo que quieres hacer en mí y a través de mí».
Las palabras del salmista te ayudarán: «En Dios solamente espera en silencio mi alma; De Él viene mi salvación» (Sal 62:1). «Esperé pacientemente al Señor, y Él se inclinó a mí y oyó mi clamor» (40:1).
Carlos Llambés