Cuando estaba en segundo grado leí por primera vez La travesía del Viajero del Alba y el encuentro del malhumorado Eustace Scrubb con Aslan me dejó sin aliento. No crecí en la iglesia, así que no tenía lenguaje para lo que C. S. Lewis retrataba de forma tan exquisita, pero al leer el rescate de Aslan del miserable y cascarrabias Eustace de su destino como dragón, mi corazón saltó.
Cuando llegué a este mismo pasaje como seguidora de Cristo treinta años después, estallé en lágrimas. Mis hijos se sentaron junto a mí a ambos lados del sofá y se quedaron boquiabiertos mientras yo luchaba por mantener la compostura. «Chicos», exclamé, bajando el libro de un manotazo, «¿Esta escena les recuerda a algo?».
Mi hijo, que había soportado muchas interrupciones de este tipo durante nuestra lectura de Las Crónicas de Narnia, tomó aire y se armó de paciencia. «Sí, mamá. Es como Jesús quitando nuestros pecados. Ahora, ¿podemos seguir leyendo, por favor?». Se metió un trozo de barrita de cereal en la boca como señal para seguir adelante. Seguimos adelante, pero el momento y el recordatorio fresco del evangelio que supuso, como una brisa primaveral a través de una ventana, me acompañó durante semanas.
La riqueza de la literatura infantil
Numerosas investigaciones destacan cómo la lectura en voz alta alimenta la mente de los niños. En 2014, la Academia Americana de Pediatría aconsejó a sus miembros que recomendaran a los padres la lectura diaria en voz alta, citando beneficios bien establecidos en el desarrollo del cerebro infantil y en las relaciones entre padres e hijos. En su libro La magia de leer en voz alta, la crítica de libros infantiles del Wall Street Journal, Meghan Cox Gurdon, resume los efectos de largo alcance de los cuentos en el desarrollo del lenguaje, la alfabetización y las habilidades socioemocionales, y llama a la lectura en voz alta un «elixir mágico». «Si la lectura en voz alta fuera una píldora», escribe, «todos los niños del país recibirían su prescripción».
Sin embargo, la gran riqueza de los cuentos infantiles no es solo para los niños. La gran literatura infantil ofrece destellos de redención que pueden conmover nuestros corazones cuando somos niños, pero que nos silencian con asombro cuando somos adultos que conocen bien las Escrituras.
Puede que de niños nos deleitáramos con la magia de Narnia, pero esa diversión se convierte en asombro cuando de adultos nos maravillamos con los hilos de la alegoría cristiana que sé entretejen en toda la obra. El anillo de poder de Tolkien en El Señor de los Anillos, con su capacidad de atraer y corromper a la vez, nos afecta con más fuerza cuando nosotros mismos hemos soportado el peso del pecado durante largas décadas. La redención del abuelo de la protagonista en Heidi, que puede habernos encantado cuando éramos niños, nos resulta profundamente conmovedora cuando comprendemos plenamente el tema del hijo pródigo que late en el centro de la novela.
Cuando somos niños, las grandes historias apuntan hacia el evangelio a nuestras mentes jóvenes y florecientes. Como adultos, esas historias nos impregnan de la esperanza del evangelio cuando más la necesitamos.
La esperanza que los adultos necesitan
A pesar de los tesoros que encierran las buenas historias, con demasiada frecuencia el ritmo ajetreado de la vida adulta nos aleja de ellas. Los impuestos, los plazos, las crisis de salud y la urgencia diaria de sacar a los niños de casa y poner la cena en la mesa desplazan a los libros que nos formaron de niños. La vida es demasiado frenética y nuestro trabajo demasiado importante como para ocuparnos de cosas infantiles.
Sin embargo, C. S. Lewis rechazó rotundamente la idea de que podamos superar las grandes historias. «Cuando tenía diez años, leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciéndolo», escribió sobre el tema. «Ahora que tengo cincuenta años, los leo abiertamente. Cuando me convertí en un hombre dejé de lado las cosas infantiles, incluido el miedo al infantilismo y el deseo de ser muy adulto».
De hecho, a medida que envejecemos, las grandes historias pueden ofrecernos destellos de esperanza para sostenernos en los días más difíciles. «¿No echas de menos la paz que una buena historia dejaba en tu alma?», escribe la autora de libros infantiles Mitali Perkins, que atribuye a la literatura infantil el haberle abierto la mente al evangelio. «Los libros para niños pueden seguir haciendo esa buena obra en los adultos… Las buenas historias para niños, después de llevarnos a través del viaje de un héroe cargado de peligros y pérdidas, nos dejan con esperanza».
Esa esperanza resulta tan vital como el aire cuando los relatos del mundo amenazan con aplastarnos. Cuando los titulares nos confrontan despiadadamente con la paga de nuestro pecado (Ro 6:23), las grandes historias nos recuerdan que el pecado ha sido absorbido por la victoria (1 Co 15:54), que nuestro Salvador volverá y que el bien vencerá. Cuando leemos finales felices en la literatura infantil, nuestra mente se dirige al mayor final feliz de todos, un final que ningún poder en la tierra puede arrebatarnos (Ro 8:38-39): nuestra adopción como hijos de Dios en Cristo.
Destellos de la verdadera historia
Las Escrituras revelan que las historias nos moldean y guían. Jesús nos instruye a través de parábolas porque, para quienes tienen ojos para ver y oídos para oír, las historias permanecen en la mente mucho más tiempo que cualquier monólogo. Toda la Biblia es una gran e impresionante historia de la fidelidad de Dios a lo largo de milenios.
Puede que decidamos que, cuando colguemos nuestros guantes de béisbol y metamos nuestras muñecas en la estantería, los cuentos que una vez recorrieron nuestros días también queden para siempre en el pasado. Sin embargo, con su énfasis en la esperanza ante la oscuridad, los mejores cuentos infantiles pueden remitirnos a la historia más grande, la verdadera historia de nuestra salvación y redención por medio de Cristo. Esas historias, por muy infantiles que parezcan, pueden ofrecernos un agradable vaso de agua en los días áridos y un destello de luz en las noches más oscuras.
KATHRYN BUTLER