En el musical de Broadway, Hamilton, Aaron Burr es representado como un maestro en el arte de complacer a la gente. Siempre adaptándose a su entorno, evita la controversia y asciende hasta el senado. Al principio, anima a Hamilton, ardiente, testarudo y obstinado, a «hablar menos y sonreír más. No dejes que se sepa en qué estás a favor o en contra». Si Hamilton hubiera compartido la mentalidad complaciente de Burr, habría hecho menos enemigos políticos. Pero tampoco habría servido a Estados Unidos tan bien como lo hizo.
Aunque nos cueste admitirlo, muchos de nosotros adoptamos la filosofía de Burr. Estamos insaciablemente hambrientos de aprobación humana. El problema es que complacer a la gente solo nos hace ganar una paz superficial que cambiará con los caprichos de la sociedad. Cuando adaptamos nuestras creencias, prácticas y decisiones para obtener el mayor número de sonrisas, «me gusta» o muchos amén, nadie sabrá quiénes somos. Más aún, nadie sabrá a quién pertenecemos. En Cristo, somos liberados para algo mucho más significativo que complacer a las personas.
Libres de buscar la aprobación humana
No podemos complacer a todo el mundo y cuanto antes lo aprendamos, mejor. Nuestros esfuerzos por contentar a todo el mundo y no ofender a los demás con nuestras convicciones o decisiones son tan agotadores como inútiles. Si hay un buen resultado de la cultura tóxica de la cancelación de hoy en día, es que por fin nos demos cuenta de esta realidad. Sencillamente, no podemos ganarnos la aprobación de todo el mundo y tenemos que dejar de intentarlo.
Complacer a las personas es una prisión. Nos impide decir la verdad a nuestros amigos porque tenemos miedo de ofenderles. Nos impide predicar el evangelio a los que se oponen al mismo. Nos tienta a comprometer nuestras convicciones y adherirnos a leyes hechas por humanos para evitar ser juzgados. Nos hace más devotos a encajar en nuestras diversas subculturas que a ser formados por la infalible Palabra de Dios.
Cuando estamos encerrados en la trampa de complacer a las personas, olvidamos que la aprobación de Dios ya nos ha sido dada en Cristo. Somos aceptados por Dios y estamos llamados a caminar en libertad (Gá 5:1). En lugar de estar esclavizados a las opiniones y expectativas de los demás, podemos seguir y obedecer con alegría a un Dios que nos guía con dulzura, paciencia y amor. Cuando encontramos nuestra seguridad en Su aprobación, no hay necesidad de buscar la de nadie más.
Libres para hacer enemigos (mientras los amemos)
Cualquiera que pertenezca a Cristo tendrá que enfrentar oposición. Si el mundo lo odiaba a Él, también nos odiará a nosotros (Jn 15:18-20). Seguimos a un Salvador que fue despreciado y rechazado por la humanidad. Aunque estaba lleno de gracia y verdad, fue calumniado y acusado. Aunque sanó a muchos, fue odiado por muchos más. Aunque era inocente, fue condenado a morir en una cruz. Aunque predicaba buenas noticias, se burlaron de Él. ¿Debemos esperar algo diferente cuando le seguimos?
Winston Churchill dijo una vez: «¿Tienes enemigos? Bien. Eso significa que has defendido algo, alguna vez en tu vida». Por supuesto, es crucial que hagamos enemigos por las razones correctas. Esto no es un permiso para ser arrogante, orgulloso o crítico. Como personas llamadas a mostrar el fruto del Espíritu, nuestras vidas deben estar marcadas por el amor, la paciencia, la bondad, la mansedumbre y el dominio propio (Gá 5:22-23).
Si amamos fielmente la verdad en un mundo de relativismo, buscamos la justicia en un mundo de opresión y mostramos misericordia en un mundo de individualismo insensible, inevitablemente ganaremos enemigos. Sin embargo, los propósitos redentores de Dios nos reconfortan. Él bendice a los que son odiados por Su causa: ninguna prueba o tribulación nos separará de Su amor.
Libres para servir
Incluso cuando nos liberamos de buscar la aprobación de los demás, estamos llamados a sacrificarnos por ellos. Sin embargo, es importante distinguir entre servir a los demás con amor y ser esclavos de su aprobación.
Si nos dedicamos a complacer a las personas, acabaremos agotados. Nos preocuparemos constantemente por lo que los demás piensen de nosotros, trataremos de contentar a todo el mundo y estaremos sobrecargados buscando satisfacer demandas para las que simplemente no estamos preparados. Nuestro servicio puede comenzar centrado en los demás, pero cuando nos deslizamos hacia la complacencia de la gente, se convierte en una preocupación por nosotros mismos.
Aunque parezca contradictorio, la libertad para no complacer a las personas es en realidad lo que nos libera para servir mejor a los demás. Nos permite servir con alegría en lugar de miedo, ser imitadores de Cristo en lugar de luchar por reconocimiento.
Pablo adoptó diferentes enfoques en cuanto a la forma de relacionarse con judíos y gentiles. Escribió a los corintios: «A los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. A todos me he hecho todo, para que por todos los medios salve a algunos. Y todo lo hago por amor del evangelio, para ser partícipe de él» (1 Co 9:22-23). ¿Qué sucede aquí?
A primera vista, cuando dice «a todos me he hecho de todo», parece que Pablo está en una búsqueda agotadora de complacer a las personas. Pero no es así. Pablo conoce la libertad que tiene en Cristo. No está mezclando los principios bíblicos con las prácticas culturales para hacerse «aceptable». No le preocupa si los judíos o los gentiles lo aprueban. Más bien, porque es libre, elige adaptar su comportamiento para mitigar las barreras que podrían distraer del evangelio o de la gloria de Cristo.
Cuando Cristo nos acepta como Suyos, nos da prioridades nuevas y mejores que las de complacer a las personas. Nos invita a vivir para Su gloria, no para la nuestra, y a disfrutar de Su aprobación en lugar de procurar la de otros. Nos libera para servirle, adorarle y disfrutar de Él para siempre.
AMY DIMARCANGELO