Vivimos en la generación de los “trofeos por participación”. Me di cuenta de esto desde que mis hijos comenzaron en la escuela primaria. Al finalizar el curso, las maestras debían entregar al menos un certificado a cada alumno de su clase. Como es lógico, algunos certificados no necesitan pensarse dos veces porque siempre hay un niño superavanzado en lectura o matemáticas. También siempre hay algún estudiante que sobresale por su disposición a ayudar a los demás o por su puntualidad. Sin embargo, igual es cierto que algunos estudiantes prefieren no esforzarse de manera habitual y ser indisciplinados. Esa conducta no merece reconocimiento, pero dada la política de “todos son ganadores”, ¡la maestra tenía que inventarse algún tipo de certificado incluso para esos estudiantes!
Esa cultura de “todos ganadores” se ha infiltrado en nuestras iglesias. Somos parte de una generación de cristianos que, en una gran mayoría, solo está dispuesta a recibir “palabras de afirmación” y “mensajes positivos”. No me malentiendas. La Escritura está llena de palabras que se expresan para dar ánimo y aliento en medio de todo tipo de circunstancias, y somos llamados a “hablar la verdad en amor” (Ef 4:15). Pero en nuestros tiempos, creemos que “decir la verdad en amor” es sinónimo de que solo se nos diga aquello que queremos escuchar.
La filosofía de “trofeos por participación” ha llevado a la iglesia a evadir el lamento por el pecado y la exhortación al arrepentimiento.
“Aflíjanse, laméntense y lloren”
Santiago, en su carta, incluye un mensaje que nos invita a reflexionar, y sus palabras no vienen envueltas en celofán ni recubiertas de azúcar. Son claras y directas:
“Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes. Limpien sus manos, pecadores; y ustedes de doble ánimo, purifiquen sus corazones. Aflíjanse, laméntense y lloren. Que su risa se convierta en lamento y su gozo en tristeza. Humíllense en la presencia del Señor y Él los exaltará” (4:8-10).
El contexto es la presencia de conflictos y guerras entre los creyentes como resultado de actitudes pecaminosas que tenían su raíz en la envidia y los celos. La gravedad del asunto lleva a Santiago a dirigirse a sus lectores como “almas adúlteras”, es decir, personas que estaban traicionando a Dios con su conducta pecaminosa (v. 4). Como resultado, y en lugar de tratar de razonar con argumentos suaves y decirles, “bueno, eso es normal, a cualquiera le pasa…” y cosas semejantes, Santiago les habla en modo imperativo: aflíjanse, laméntense, lloren por su pecado.
Al hablar de que su risa se convierta en lamento, les está pidiendo que reflexionen con seriedad en lo que estaba sucediendo, que entiendan que la tristeza era lo que correspondía y la única solución posible era humillarse delante de Dios. El pasaje nos recuerda el lenguaje que tan a menudo usaron los profetas para revelar al pueblo de Israel la culpa por su pecado y la necesidad de lamentarse por ella y correr a Dios arrepentidos.
El valor del lamento por el pecado
Cuando dejamos de mirar en el espejo a nuestro pecado, nos volvemos indiferentes ante su presencia. Olvidamos la grandeza de la cruz y nuestra necesidad de ella. Recordarnos unos a otros que estamos en el “sí, pero todavía no” de la historia redentora —esa etapa en la que ya los creyentes somos salvos, pero todavía aguardamos nuestra glorificación— nos ayuda a entender que la santificación es un proceso diario. De hecho, es un proceso que muchas veces vendrá bañado de lágrimas y eso está bien porque, aunque hemos sido perdonados, el pecado todavía nos asedia, nos atrae, nos cautiva y muchas veces, nos atrapa hasta el punto de hacernos caer.
Como iglesia tenemos la responsabilidad no solo de darnos ánimo o alentarnos unos a otros, sino también de lamentarnos cuando el pecado se hace patente. El vivir coram Deo, en la presencia de Dios, es vivir en busca de la santidad y, por ende, implica no ignorar el pecado ni minimizarlo. ¡Hay que lamentarlo!
Es crucial que nos exhortemos unos a otros a mirar a Jesús. Cuando nuestros ojos están puestos en Él, su santidad brilla en contraste con nuestra carencia de ella. Compararnos con los demás no nos lleva a lamentar el pecado, sino a la arrogancia. De ahí que Santiago les recuerde que Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes (v. 6). Cuando miramos a Jesús, descubriendo quién es y lo que espera de nosotros, ¡sin dudas vendrá a nuestro corazón el lamento! Pero con ello también vendrá un reconocimiento de cuán grande es nuestra necesidad de Cristo, de Su gracia y seremos capaces de descubrir y gozar su poder transformador.
El problema es que nos resulta muy fácil acomodarnos y creer que podemos abaratar la gracia de Dios al pensar que, puesto que Él es perdonador y amoroso, nuestro pecado no es tan grave, es decir, que no hay nada de que lamentarse. Por eso, hablar la verdad en amor también es reconocer cuándo estamos viviendo en la tibieza que el Señor detesta (Ap 3:16), con “doble ánimo”, ¡y lamentar juntos! Hay tiempos para dar aliento y tiempos para ser amonestados, y lo uno y lo otro puede ir de la mano. Eso es lo que hace Santiago en este pasaje. Les recuerda a sus lectores que no se puede coquetear con el pecado, que renuncien a esa falsa alegría y lloren, que lamenten la condición de su corazón y se humillen ante Dios. ¡Entonces experimentarán el verdadero gozo!
En su segunda carta a los cristianos corintios, Pablo lo expresa así: “Porque la tristeza que es conforme a la voluntad de Dios produce un arrepentimiento que conduce a la salvación, sin dejar pesar; pero la tristeza del mundo produce muerte” (2 Co 7:10). ¿Lo viste? El arrepentimiento, que viene como consecuencia de la tristeza —ese lamento profundo— ¡no deja pesar! Por el contrario, nos trae vida y gozo. De modo que no se trata de vivir la vida cristiana en un estado sombrío, con rostros severos y miradas lúgubres. Se trata de recordar que nuestro mensaje nos debe llevar más allá del ánimo y las palabras alentadoras.
Lamentar para vivir con esperanza
Esto nos lleva a otra cara del lamento que no podemos pasar por alto. Parece que la iglesia occidental ha llegado a creer que el lamento es incompatible con la fe. Tal es así que, cuando vienen momentos de dolor profundo, no sabemos cómo reaccionar. Si no hablamos de esta teología del lamento, no estaremos preparados cuando llegue la angustia. Esa fue la realidad para muchos durante la pandemia del COVID-19.
Sin embargo, la Escritura nos invita al lamento. La mayoría de los salmos se ubican dentro de esa categoría. Ser cristiano no quiere decir que estamos exentos del sufrimiento, ni que debamos colocarnos una máscara que disfrace nuestros verdaderos sentimientos y muestre un rostro feliz. Se nos exhorta a llorar con los que lloran, a venir delante de Dios y expresar el quebrantamiento y el dolor que nos abruma como consecuencia de vivir en este mundo caído.
Los creyentes debemos hacer espacio para recordarnos que está bien sufrir y llorar, lamentarnos porque el dolor es parte de nuestra vida debajo del sol y no un síntoma de falta de fe. Y, ¿sabes?, eso es bueno porque nos ayuda a poner la mirada en la eternidad y a recordar la esperanza que solo podemos tener en Dios. Nos ayuda a vivir con el anhelo del establecimiento de la nueva creación, el reino de Cristo. Podemos repetir junto al salmista: “En cuanto a mí, a Dios invocaré, y el Señor me salvará. Tarde, mañana y mediodía me lamentaré y gemiré, y Él oirá mi voz” (55:16-17).
WENDY BELLO