AIXA DE LÓPEZ
Pedí tres globos metálicos llenos de helio —porque es de dominio público que los globos que flotan son los más fantásticos— y creo que hay pocas cosas más lindas y deseadas por un niño que globos que floten, de colores y con dibujos hermosos. Hay días en los que toca cruzar la calle como una metáfora viviente. Cruzar la calle sosteniendo tres globos de colores que decían «Bienvenidos a casa», vestida completamente de negro.
Ese día crucé la calle en cuestión de horas de donde vive el dolor a la casa del festejo: de la tristeza y solemnidad que requiere un funeral, al gozo y la expectativa del retorno de gente amada. De acompañar a quienes extrañarán a un abuelo, a recibir a una familia joven con maletas llenas.
Mientras esperaba que inflaran los globos que escogí, pensé… pocos espacios físicos en este mundo representan mejor los extremos de nuestra experiencia humana como una funeraria y una tienda de globos, y pensé también en cómo debía ser la interacción de los empleados con el público y cuántas historias de dolor y felicidad pura habrán presenciado.
La señora detrás del mostrador se mostró tan amable, que en mi mente la veo sonriente, pero eso es imposible porque aún estábamos bajo la regla del uso obligatorio de mascarillas… sus ojos eran los que debieron estar sonriendo y sus comentarios cálidos y detallados invitaban a seguir conversando.
Inicié contándole que era un día triste y feliz. Le dije que yo asumía que ellos allí seguramente solo escuchaban motivos de festejo. Qué raros son esos espacios tan definidos. Raros pero fáciles de «leer»; es decir, uno sabe exactamente cómo comportarse en lugares designados para la tristeza y la alegría porque cuando se sabe qué esperar, se sigue estando en control. Incluso, tanto la funeraria como el local de los globos, comparten la cualidad de que entramos y nos vamos cuando queremos.
Sí. Los espacios designados para sentimientos esperados son —hasta cierto punto— cómodos, porque son escogidos. Nos disponemos a ir a una funeraria y vamos más serios, serenos, sobrios, con voces más moderadas, de negro. Planificamos ir a la tienda de globos con muchos deseos de ir al siguiente destino, con sonrisas, más de prisa, expectantes y de camino a una fiesta, con ropa que comunica que la vida no ha sido interrumpida. Espacios negros o blancos… o más bien, negros y de colores.
Pero existen espacios grises o, más bien, espacios de celaje: ese aspecto del cielo cuando ves mezcolanzas de tonos grises que provienen del negro, unidos a cien mil otros colores, mil matices de verde, una gama de celestes que no sabemos en qué punto se convierten en naranja… esas impresionantes combinaciones infinitas. Esos espacios son a los que somos llamados, no solo a explorar, sino habitar, pero requieren altos grados de sensibilidad, gracia y vigilancia. Esos son más incómodos porque son impredecibles.
La señora de ojos sonrientes y alma cuenta-historias me dice: «Yo trabajé en una tienda de ropita de bebé». Me precipité (¡Jesús ayúdame!) diciendo: «¡Qué lindo, allí también debe haber sido un lugar lleno de historias felices!». «Sí, casi siempre —me dice— pero recuerdo a una señora que traía tres pares de mediecitas. Abrió el paquete, se quedó con un par, nos dio los otros dos y dijo que hiciéramos lo que quisiéramos con ellas porque ya no las iba a necesitar. Eran para el trajecito con el que iba a enterrar a su bebé… uno no sabe qué decir a eso…».
Espacios grises, espacios de celaje. Andamos en ellos pero no nos percatamos. En realidad, cada día nos cruzamos con gente que celebra o se duele de alguna manera, aun si no nos lo dicen, aun si andan tragándose las lágrimas o se moderan la alegría con esfuerzo. He experimentado ambos y no sé cuál es más difícil: entrar a una fiesta de cumpleaños con el corazón hecho trizas o entrar a una reunión con gente que claramente no desea alegrarse con tus alegrías. En esos dos escenarios, nadie quiso cruzar a mi lado de la calle… Quiero ser distinta, quiero estar atenta para cruzar a la calle donde se encuentran los que Dios ha orquestado que estén en mi vida.
Lo cierto es que nuestra carne prefiere estar avisada y a veces pareciera que quiere tener vista de perro (dicen que los perros ¿ven en blanco y negro?). Se inclina por simplificar las historias y las situaciones para pasar lo más pronto posible o simplemente no cruzar. Dios en Su soberanía nos lanza curvas para retar nuestras categorías y acercarnos a Su propio corazón, de manera que nos toma de la mano y nos cruza la calle para proveernos de encuentros santos que nos dejan sin palabras, sin escondite, sin fórmulas fáciles. Nos deja desprovistos de nosotros y necesitando Su guía, ternura, misericordia y esperanza eterna.
Ese día que abracé en un funeral y entregué globos en un aeropuerto, pude reconocer que necesito pedirle al Señor ojos que busquen y se detengan en los espacios de celaje día a día. Quiero cruzar la calle a donde Él diga y quiero que me lleve de la mano si mis ojos con visión perruna no ven los celajes. Quiero que me indique el camino y vaya conmigo, que me diga suavemente qué digo o cómo callo. Quiero ir de negro o llevar globos, o ambos.
Gócense con los que se gozan y lloren con los que lloran
(Romanos 12:15).