La paciencia es una virtud que admiramos, e incluso a la que aspiramos a la distancia. Sin embargo, cuanto más se acerca a nosotros y más invade nuestra agenda, nuestros planes y nuestra comodidad, más incómoda se vuelve.
La paciencia solo existe en un mundo de interrupciones, retrasos y decepciones. Solo crece en el campo de batalla. No podemos practicar la paciencia a menos que nuestras circunstancias lo exijan y las circunstancias que lo exigen son del tipo que no escogeríamos para nosotros. Más bien optaríamos por la conveniencia, rapidez, eficiencia y cumplimiento. Dios a menudo escoge circunstancias que requieren paciencia y nunca elige mal.
La impaciencia surge de nuestra negativa a confiar y someternos al tiempo de Dios para nuestras vidas. La impaciencia es una guerra por el control. La paciencia, en cambio, surge de un terreno diferente: de abrazar con humildad lo que no sabemos y no podemos controlar, de una confianza profunda y permanente en que Dios cumplirá todas Sus promesas, de un corazón que se siente profundamente feliz de tenerle.
En otras palabras, la paciencia más profunda proviene de un gozo humilde y lleno de esperanza en Dios por encima de todo. Eso significa que la verdadera paciencia no solo es incómoda, difícil y agotadora, sino, humanamente hablando, imposible. El tipo de paciencia que honra a Dios es tan difícil que no podemos practicarla sin la ayuda de Dios. Solo crece donde el Espíritu vive (Gá 5:22-23).
Muchos matices de paciencia
¿Qué podríamos decir, entonces, en términos prácticos, sobre la verdadera paciencia en la vida real? ¿Dónde podríamos buscar en las Escrituras para ver algunos de los colores y la textura de la paciencia en acción? Un versículo, en particular, me humilla y rebosa de lecciones para la paciencia cotidiana:
Les exhortamos, hermanos, a que amonesten a los indisciplinados, animen a los desalentados, sostengan a los débiles y sean pacientes con todos (1 Ts 5:14).
Las formas de acercarnos a cada grupo — los indisciplinados, los desalentados, los débiles— son diferentes, pero estamos llamados a tener paciencia con todos ellos. Lo que significa que probablemente vamos a experimentar la tentación de ser impacientes con todos ellos (y con muchos más). Entonces, ¿cómo podría lucir paciencia en cada caso?
Sostener al débil
Los débiles ponen a prueba nuestra paciencia porque necesitan más de nosotros que los demás. Muchos tenemos el impulso, al menos en el momento, de intervenir cuando vemos a una persona débil necesitada, ya sea joven, anciana, enferma, emocional o espiritualmente vulnerable. Pero la debilidad, como todos sabemos por experiencia personal, rara vez se contiene en un momento, lo que significa que los débiles necesitan algo más que ayuda en el momento; necesitan ayuda a largo plazo y esta ayuda requiere paciencia.
Pablo no encarga a la iglesia que amoneste a los débiles, sino que los sostenga. La palabra sostener también puede significar mantenerse firme o estar entregado. Hay una tenacidad en esta ayuda, un aferrarse a los débiles, incluso después de meses o años de inconvenientes y sacrificios. ¿De dónde viene esa paciencia? De saber que «mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos» (Ro 5:6), en otras palabras, que murió por nosotros. También de saber que «Dios ha escogido lo débil del mundo para avergonzar a lo que es fuerte» (1 Co 1:27), es decir, nos escogió a nosotros.
Aquellos que saben que son dolorosa e impotentemente débiles separados de Dios, son los que están más dispuestos a soportar las debilidades de los demás. No se resienten de haber ayudado por enésima vez, porque confían y se someten con gusto a los planes de Dios, incluidas las debilidades que ha puesto a su alrededor.
Animar a los desalentados
Los desalentados ponen a prueba nuestra paciencia porque se desaniman más fácilmente que los demás. Entre los tesalonicenses, algunos estaban empezando a desfallecer mientras lloraban la pérdida de sus seres queridos (1 Ts 4:13-5:11). El desánimo estaba agotando su fuerza espiritual y su determinación, por lo que necesitaban más de los demás (que probablemente también estaban afligidos).
Los desalentados carecen de la fuerza o resistencia que otros tienen en las relaciones y el ministerio. Llevan cargas que no pueden soportar por sí mismos. A menudo se desesperan por sus cargas, luchando por ver cómo la vida será más soportable. Todos tenemos ya nuestras propias cargas que soportar, por lo que hablar con regularidad de la gracia en las necesidades emocionales y espirituales de otra persona puede parecer especialmente agotador con el tiempo. El ministerio de aliento a menudo requiere una resistencia inusual.
Aquellos que se mantienen caminando con los desalentados, incluso cuando el camino es lento y dificultoso, demuestran la fortaleza de una paciencia sobrenatural. Han descubierto, primero para sí mismos y luego a través de ellos para los demás que,
Él da fuerzas al fatigado,
Y al que no tiene fuerzas, aumenta el vigor.
Aun los mancebos se fatigan y se cansan,
Y los jóvenes tropiezan y vacilan,
Pero los que esperan en el SEÑOR
Renovarán sus fuerzas.
Se remontarán con alas como las águilas,
Correrán y no se cansarán,
Caminarán y no se fatigarán (Is 40:29–31).
Cualquiera que haya experimentado el regalo divino de la fortaleza y la renovación anhela que otras personas desalentadas experimenten lo mismo. ¿Cuánto más dulce es cuando Dios fortalece y renueva a alguien a través de nosotros?
Todo cristiano experimenta el desánimo, lo que significa que todo cristiano necesita un flujo constante de ánimo para soportar el sufrimiento, para rechazar la tentación, para sacrificarse en amor, para abrazar la disciplina, para perseverar en el ministerio, para confiar y obedecer a Dios. Esas corrientes se agotan o incluso se secan en las iglesias cuando nos falta la paciencia necesaria para perseverar en animarnos unos a otros.
Amonestar al indisciplinado
No es difícil ver cómo los ociosos ponen a prueba nuestra paciencia. Al parecer, en el caso de los tesalonicenses, algunos pensaban que Jesús iba a volver de forma inminente, por lo que empezaron a eludir su trabajo y a dejárselo a otros (2 Ts 2:1-2; 3:6).
Los indisciplinados ponen a prueba nuestra paciencia porque se niegan a asumir la responsabilidad y la iniciativa. Podrían hacer más, ayudar más, llevar más, contribuir de forma más significativa, pero se conforman con hacer lo justo (o menos), lo que significa que otro tiene que hacer más. Cuando nosotros somos ese otro, es comprensible que nos llenemos de impaciencia.
Pero Pablo no exime a los impacientes, ni siquiera a los indisciplinados. Dice que hay que amonestarlos —advertirlos, exhortarlos, despertarlos— aunque haya que retener la comida durante un tiempo (2 Ts 3:10-11) o apartarlos de la comunión (v. 6). Sin embargo, dice que lo hagas con paciencia. «Sean pacientes con todos». ¿Qué significa esto? No solemos asociar palabras duras o consecuencias dolorosas con la paciencia.
El por qué de la paciencia
En primer lugar, podríamos preguntarnos: ¿Por qué somos pacientes, incluso cuando amonestamos a los indisciplinados? Somos pacientes con los pecadores, en parte, porque seguimos siéndolo. La ociosidad de otros, la avaricia de otros, la lujuria de otros, la ira de otros o la vanidad de otros, nunca es tan mala que no podamos ver algo de su pecado en nosotros mismos. Nos hace falta muy poca imaginación para ver que, si no fuera por un milagro inmerecido, nosotros seríamos ellos y quizás mucho peor.
La impaciencia con los pecadores delata una visión pequeña de la misericordia de Dios hacia nosotros. El mismo apóstol que dice que debemos reprender a los ociosos también dice,
Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero. Sin embargo, por esto hallé misericordia, para que en mí, como el primero, Jesucristo demostrara toda Su paciencia como un ejemplo para los que habrían de creer en Él para vida eterna (1 Ti 1:15–16).
Aun cuando confrontamos a alguien, esto debe estar sazonado con una conciencia humilde de nuestra propia pecaminosidad, o cuán malos seríamos sin la gracia de Dios.
Cómo mostrar paciencia
Sabiendo por qué somos pacientes, incluso con los que tenemos que amonestar, ¿cómo amonestamos con paciencia? En primer lugar, probablemente haya que decir que una buena amonestación en sí misma es una prueba de paciencia. Es fácil abandonar a los pecadores. Es fácil arremeter y derribar a alguien que ha pecado contra nosotros. Aquellos que amonestan bien, quienes buscan restaurar a alguien a través de una confrontación y corrección honesta y gentil, demuestran que no se han dado por vencidos y que todavía tienen la esperanza de que Dios conceda convicción, perdón, reconciliación y transformación.
Sin embargo, la paciencia en la amonestación también significará una disposición a esperar el cambio. La santificación puede ser dolorosa, a veces insoportablemente lenta. No debemos esperar que los perezosos se vuelvan diligentes de inmediato, ni que los orgullosos se vuelvan humildes de inmediato, que los iracundos se vuelvan amables de inmediato, que los lujuriosos se vuelvan puros de inmediato. No pasamos por alto los patrones de pecado de aquellos que amamos, ni excusamos sus pecados. Nos dirigimos a ellos, les advertimos, les imploramos, incluso les amonestamos duramente si es necesario y lo seguimos haciendo, pero lo hacemos sabiendo de primera mano, que el cambio suele ser lento. Plantamos semillas sabiendo que pueden necesitar tiempo para afianzarse, madurar y finalmente florecer.
Dios paciente para personas impacientes
Podríamos acoger la oportunidad de amonestar a los perezosos y negligentes, pero ¿podemos hacerlo con paciencia? Si no podemos, es probable que sea porque no hemos meditado lo suficiente sobre la paciencia de Dios hacia los pecadores como nosotros, pecadores como yo.
Cuando Moisés suplicó ver la gloria de Dios, ¿qué reveló Dios sobre Sí mismo? «Entonces pasó el Señor por delante de él y proclamó: “El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad”» (Éx 34:6). Tiene toda la razón y el derecho de enfadarse con nosotros, sin embargo es lento para la ira. Dice que es paciente con nosotros y leemos que el Señor «no quiere que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 P 3:9). Dios nunca pide paciencia a nadie que no haya recibido ya las infinitas riquezas de Su paciencia.
Eso no significa que la paciencia no sea difícil. Lo es. Ya sea en el tráfico de camino al trabajo, en una temporada de transición significativa o de incertidumbre, o junto a la cama del hospital de un ser querido, la paciencia puede requerir un sacrificio y una entrega incómodos. Después de todo, la paciencia del Padre no escatimó a Su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros. Como ocurrió en la cruz, así es con nosotros. Lo doloroso de nuestra paciencia sirve a Su propósito oculto pero hermoso: llamar la atención sobre la belleza y el poder del amor de Dios.
MARSHALL SEGAL