Trabajé en la industria metalúrgica durante casi veinticinco años. Cada día estuvo marcado por el rigor de cumplir con los compromisos de producción y entregas. La fabricación y el envío de piezas y productos debía hacerse con precisión, como se le prometió a los clientes. Además, los productos tenían que cumplir con estrictas especificaciones e inspecciones de calidad.
El crisol del metal estaba encendido cada día de trabajo. Yo disfrutaba ver cómo las impurezas que subían a la superficie del aluminio o bronce derretido se rastrillaban, sacaban y botaban para que el metal quedara limpio para los moldes. La sustancia vítrea que se desecha se llama escoria. Con esa palabra, el apóstol Pablo se describe a sí mismo y a los apóstoles: «Cuando nos difaman, tratamos de reconciliar; hemos llegado a ser, hasta ahora, la escoria del mundo, el desecho de todo» (1 Co 4:13, LBLA).
Pablo había entendido algo que nosotros debemos entender también: los apóstoles experimentaron crítica, reproche y difamación pero, a pesar de todo eso, trataban de actuar como agentes de reconciliación. Pablo no dejó que la difamación detuviera u obstaculizara el actuar de forma correcta.
Es un poco vergonzoso leer cómo el apóstol describe su ministerio mientras yo trabajo cómodamente desde una buena computadora y rodeado de varios cientos de libros. Me confronta sobre todo reconocer cuánto me gustaría —como a la mayoría de la gente— tener el respeto y la admiración del mundo.
Pero piensa en el currículum de Pablo: viajó de iglesia en iglesia, salió corriendo de muchos pueblos producto de la persecución en su contra, fue acusado de iniciar disturbios, rara vez fue apoyado para desarrollar el ministerio, fue arrestado y encarcelado varias veces… ¡¿Quién contrataría hoy a Pablo como pastor?!
Nuestro problema es que a menudo queremos un camino intermedio: un poco de popularidad, un poco de reputación, mientras añoramos la unción de Dios. Queremos el poder sin el costo. Sin embargo, el Señor propone un camino distinto. Dios nos ayude a elegir el camino de Pablo, porque es realmente el camino de Dios.
Pablo entendió cómo vivir la vida cristiana: tomando su cruz. Ante las acusaciones de quienes lo difamaron, el apóstol no aludió a lo que había hecho por la causa de Cristo. Más bien, consideró hasta su «pedigrí» religioso y personal como estiércol (Fil 3:8, NVI). Pablo tenía un entendimiento excelente de la teología de la cruz; la grandeza de este gigante de la fe se encontraba en su debilidad. Él sabía que el poder de Dios se manifestaba en su flaqueza.
El apóstol entendía que había sido crucificado con Cristo; su «yo» había quedado a un lado, en segundo plano. La cruz de Cristo era algo sumamente especial e importante para Pablo: «Pero jamás acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo» (Ga 6:14). Pablo se consideraba crucificado juntamente con Cristo… ¿Lo entendemos así nosotros en nuestras propias vidas?
Pablo, a diferencia de nosotros, no se preocupaba por lo que el mundo pensara sobre él. El ser la «escoria del mundo» no le preocupaba en lo absoluto; su ego no estaba tan elevado. ¿Qué de tu ego y del mío?
La próxima vez que no hablen tan bien de ti ni seas el más reconocido, piensa en Pablo. Mejor aún, piensa en Cristo.
Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos, EL CUAL NO COMETIÓ PECADO, NI ENGAÑO ALGUNO SE HALLÓ EN SU BOCA; y quien cuando lo ultrajaban, no respondía ultrajando. Cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a Aquel que juzga con justicia.
Él mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas fueron ustedes sanados (1 P 2:21-24).
Lee una vez más: «cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando». Esa fue la actitud de Pablo y debe ser nuestra actitud también. Recuerda: tú y yo también somos «la escoria del mundo». Sé que este no es un mensaje muy popular, pero Pablo entendió que el «yo» tenía que morir para que el Cristo crucificado fuera exaltado.
Pablo abrazó lo que dijo Jesús: «En verdad les digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12:24). El «yo» del apóstol había muerto, y ya no le dolía ser la escoria del mundo. ¿Nos duele a nosotros? ¿Hemos muerto al «yo»?
CARLOS LLAMBÉS