«¿Quién subirá al monte del SEÑOR? ¿Y quién podrá estar en Su lugar santo?» (Sal 24:3). Preguntas como estas podrían asustarnos al comprobar que la Escritura advierte que el Señor no tendrá por inocente al culpable (Nm 14:18), y que «no hay justo, ni aun uno… por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios» (Ro 3:10, 23).
Ya que Dios demanda una justicia y santidad perfecta, y que no acepta nada inmundo en Su presencia, muchos han tratado de responder a la pregunta: ¿Cómo podríamos ser considerados justos y santos delante de Él?
Una respuesta errada
Durante la Edad Media, algunos teólogos reconocieron que era imposible alcanzar un estándar perfecto de justicia y santidad a menos que la gracia de Dios intervenga de alguna manera. De ahí que un teólogo de la época medieval, Gabriel Biel (1410 – 1495), acuñó el axioma facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam, esto es, «Dios no niega gracia a quienes hacen lo mejor de sí», o «a quienes hacen su mejor esfuerzo».1
Para esa época, los eruditos no tenían acceso al texto griego del Nuevo Testamento que expresa el verbo «justificar» con la palabra griega dikaióō, que significa «declarar a alguien justo». En su lugar, leían la Vulgata Latina de Jerónimo, que tradujo el término griego con la palabra latina iustificare. Esta palabra se compone de dos partículas: iustus (justo) y facere (hacer), por lo que la interpretaban como «hacer justo». Ellos entendían erróneamente que la justificación era un proceso por el cual Dios nos «hace justos» gradualmente, con el fin de presentarnos ante Su presencia inherentemente rectos, por medio de la infusión de Su gracia impartida a todos aquellos que «hacen su mejor esfuerzo».
Notemos que la teología medieval entendía que Dios nos va «santificando» para que eventualmente lleguemos a ser «justificados» (inherentemente justos) por medio de la fe, en adición al sacramento de las penitencias más las buenas obras. La Iglesia católica romana mezcla los conceptos de santificación y justificación. Concibe la fe acompañada de obras como instrumentos para la salvación, en adición a una gracia impartida por Dios condicionada al esfuerzo humano que debe preparar su corazón para recibirla.
Lo que Lutero entendió
Esta creencia no satisfacía la ansiedad de cierto monje alemán que estaba muy angustiado con la idea de no ser justificado ante Dios, a pesar de todos sus esfuerzos por observar los mandamientos de la Ley lo mejor posible. Martín Lutero (1483 – 1546) vivía una vida extremadamente religiosa. Cuando leía que «en el evangelio la justicia de Dios se revela» (Ro 1:17), interpretaba que el evangelio revela que Dios es justo y castiga a los pecadores injustos, como si Cristo fuera un nuevo Moisés, y como si el evangelio se tratara de una versión más elevada de la Ley, exigiendo no solo una buena conducta externa, sino también una actitud interna de corazón. Lutero pensaba que el evangelio revelaba la justicia perfecta que Dios demanda, ¡y esto era imposible de alcanzar con cumplimiento humano!
Como si no fuera realmente suficiente que miserables pecadores deban ser eternamente condenados por su pecado original, con todo tipo de infortunios echados encima de ellos por la ley del Antiguo Testamento, todavía Dios añade dolor sobre dolor a través del evangelio, ¡y aún trae sobre nosotros su ira y su justicia a través de este!2
Por la misericordia de Dios, tiempo después, Lutero entendió que el evangelio precisamente anuncia en realidad la buena noticia de que ahora, aparte de la Ley, la justicia perfecta que Dios demanda es imputada (acreditada) en virtud de la obra de Jesucristo, para todo aquel que cree. Lutero escribió: «Pero cuando descubrí la distinción apropiada, esto es, que la Ley es una cosa y el evangelio es otra, me abrí paso y fui liberado».3 «No es justo aquel que obra mucho, sino aquel que, sin las obras, cree mucho en Cristo. La Ley dice “haz esto”, y nunca se hace; la gracia dice “cree en Este”, y todas las cosas ya están hechas».4
La justificación definida
La enseñanza bíblica de que Dios justifica al impío por medio de la fe sola en Cristo solo fue el tema principal de Lutero y los reformadores del siglo XVI. Para el siglo XVII, un grupo de teólogos reunidos en la abadía de Westminster de Londres redactó la siguiente respuesta a la pregunta 70 del Catecismo Mayor de Westminster:
La justificación es un acto de la libre gracia de Dios hacia los pecadores, en la cual Él perdona todos sus pecados, acepta sus personas y las cuenta como justas delante de Él, no por alguna cosa obrada en ellos, o hecha por ellos, sino solamente por la perfecta obediencia y plena satisfacción de Cristo que Dios les imputa, y que ellos reciben solamente por fe.
El Renacimiento trajo consigo un interés por las obras clásicas, incluyendo los manuscritos griegos del Nuevo Testamento. Al retornar a la Escritura, los reformadores redescubrieron las buenas noticias del evangelio: «al que no trabaja, pero cree en Aquél que justifica al impío, su fe se le cuenta por justicia» (Ro 4:5). ¿Cómo puede el impío ser considerado justo delante de Dios? Los reformadores respondieron con la Escritura: «Al que no conoció pecado [a Cristo], lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él» (2 Co 5:21); «Porque concluimos que el hombre es justificado por la fe aparte de las obras de la Ley» (Ro 3:28). Para los reformadores, la justificación no consistía en un proceso en el que Dios «nos hace justos» por infusión de Su gracia, sino que es un acto donde nos declara justos en virtud de la justicia de Cristo.
Pero la buena noticia del evangelio no se limita a que la muerte de Jesucristo en la cruz cargó con nuestro pecado, y ahora hemos sido declarados inocentes. ¡Es más que eso! La vida perfecta que Jesucristo vivió, observando todos los mandamientos de la ley, ahora nos es acreditada a nuestra cuenta. En otras palabras, Cristo pagó nuestra culpa y además vivió, en nuestro lugar, la vida de santidad perfecta que ninguno de nosotros puede vivir. La justicia activa de Cristo nos es imputada como si hubiésemos cumplido toda la ley desde nuestro nacimiento hasta la muerte (Ro 5:18-19).
El apóstol Pablo dice que Jesucristo se hizo para nosotros «sabiduría de Dios, y justificación, santificación y redención» (1 Co 1:30). Esto significa que, estando en unión con Cristo, somos considerados totalmente justificados y santificados de manera definitiva. Cuando Jesucristo entregó voluntariamente su vida en expiación por el pecado, lo hizo para darnos la justicia y santidad delante de Dios que no tenemos de manera inherente. Él afirmó que esa obra fue completada en la cruz: «¡Consumado es! (Jn 19:30).
La santificación definida
Una manera sencilla de diferenciar la justificación y la santificación es que la justificación concierne a la obra de Cristo por ti, mientras que la santificación trata de la obra de Cristo en ti.
Mientras que la justificación es un acto que sucede de una vez por todas, la santificación es un proceso efectuado por el Espíritu Santo que continúa renovando al creyente a la imagen de Dios a lo largo de todo su caminar en esta vida. Por otro lado, mientras que la justificación fue efectuada igualmente para todos los redimidos (no hay creyentes más justificados que otros), la santificación no se manifiesta igual en todos los creyentes (sí hay cristianos más maduros que otros).
Entonces, ¿cómo definimos la santificación? El Catecismo Mayor de Westminster la define así en su pregunta 75:
La santificación es una obra de la gracia de Dios, mediante la cual, los que han sido elegidos por Dios antes de la fundación del mundo, para ser santos, en el tiempo, mediante las poderosas operaciones de su Espíritu, aplicándoles la muerte y resurrección de Cristo, son renovados en la totalidad de su ser según la imagen de Dios; teniendo los elegidos las semillas del arrepentimiento para vida y todas las demás gracias salvadoras, puestas en sus corazones, las cuales tienen en ellos tan estimuladas, aumentadas y fortalecidas, que más y más mueren al pecado, y resucitan a nueva vida.
Al hablar de esto, es importante reconocer que la santificación parte de dos puntos cruciales: primero, Jesucristo mismo es nuestra santificación (1 Co 1:30); y segundo, la santificación del creyente es consumada por medio de nuestra unión con Cristo. Es un error común pensar que la justificación es lo que Dios hace y la santificación lo que nosotros hacemos. No es así. El ser humano no puede santificarse a sí mismo. El mismo poder que nos dio vida cuando nacimos de nuevo es el mismo poder que continúa operando a través del Espíritu santificante. Dicho esto, existe compatibilidad entre la responsabilidad del creyente y la gracia soberana de Dios actuando en nosotros. Cuando Dios actúa, Él nos incluye haciéndonos partícipes.
Es por esto que vamos a observar progreso ético en nosotros a través de la obra de Dios de santificación. Sin embargo, aunque observamos progreso ético, la santificación no significa un mejoramiento en la sustancia del ser humano. Entonces, por un lado, hay una santificación definitiva que ya tenemos en Cristo, quien es la imagen misma de la sustancia de Dios, y quien nos ha dado la identidad de santos en Él.5 Pero, por otro lado, hay una santificación progresiva donde el Espíritu nos capacita para morir al pecado que mora en nosotros y vivir para la justicia con la que hemos sido declarados justos.6 Los creyentes «se han vestido del nuevo hombre, el cual se va renovando hacia un verdadero conocimiento, conforme a la imagen de Aquel que lo creó» (Col 3:10).
Por esa razón, algunos ilustran la santificación como vivir a la altura de nuestra justificación. Es desear más de Cristo, quien es la imagen de Dios, y menos de mí mismo con una imagen deteriorada por la caída.
La vida en santidad
El creyente muestra su santidad cuando es capaz de ver y confesar su corrupción. El Espíritu santificante de Cristo nos convence continuamente de pecado, y crea fe y arrepentimiento. El Señor interviene una y otra vez en nuestro universo egocéntrico para mostrarnos que somos más malvados de lo que nos atrevemos a reconocer, y más amados y aceptados en Cristo de lo que nos atreveríamos a soñar. Pero cuando olvidamos el evangelio, caemos en un narcisismo espiritual tratando de medir cuánta santidad y progreso hay en nosotros.
La confusión se presenta cuando pensamos que andar en la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Heb.12:14), sería una causa de justicia inherente por la cual somos aceptados por Dios. Algunos piensan que son aceptados por Dios en la medida en que hacen «su mejor esfuerzo» (el falso axioma medieval). En lugar de confiar en los méritos de Cristo, se afanan por traer su propia justicia dejando a Cristo atrás. En su error, viven de manera inconsciente como si su santificación fuera la causa de su justificación, cuando en realidad la santificación es el fruto del Espíritu como consecuencia de la justificación. Por eso debemos evitar mezclar justificación y santificación, pero tampoco podemos separarlas.
Un consejo sabio para andar en santidad es quitar los ojos de nosotros mismos y fijarlos en Jesucristo (Heb.12:2). Al respecto, el puritano John Owen ofrece esta reflexión:
¿Me animaría realmente [ver] mi progreso, o me haría mirar menos a Cristo?… Tenemos tanto de fariseo en nosotros por naturaleza, que a veces es saludable que nuestro bien nos sea oculto… Mientras conozca la justicia de Cristo, tendré menos interés en conocer mi propia santidad. Ser santo es necesario; saberlo, a veces es una tentación.7
En conclusión, ¿por qué es importante conocer el significado y la distinción entre la justificación y la santificación? Al menos por tres razones:
Primero, porque el Señor me redimió para vivir conforme a la santidad que ya tengo en unión con Cristo, esperando ver progreso ético como consecuencia del fruto del Espíritu Santo.
Segundo, porque entender esto elimina la falsa expectativa de que el viejo hombre podría mejorar hacia la perfección, lo cual, traería frustración y temores innecesarios, al comprobar que sigo siendo pecador.
Y tercero, porque me anima saber que percatarme de la presencia del pecado en mi engañoso corazón es un fruto del Espíritu que me mueve a la confesión, al arrepentimiento, y a la fe, sabiendo que Cristo vino a salvar pecadores, de los cuales yo soy el primero. Es por eso que los creyentes podemos subir al monte del Señor y estar en Su lugar santo.
ARTURO PÉREZ