JOSÉ «PEPE» MENDOZA
La intención del intérprete de la ley no era muy santa. Lucas nos dice que buscaba «poner a prueba a Jesús» (Lc 10:25). Las circunstancias que propiciaron esta conversación no son claras, aunque la intención del experto era, sin duda, dejar en ridículo o, al menos, desacreditar públicamente las enseñanzas de Jesús.
Una persona que gozaba del título «intérprete de la ley» se podía jactar de cierta importancia debido a su conocimiento de la ley en la sociedad judía del tiempo de Jesús. Otras versiones muestran esa capacidad cuando dicen que se trata de un «doctor de la ley» (JBS), «maestro de la ley» (DHH) o «experto en la ley religiosa» (NTV). Muchas versiones en inglés lo traducen como «abogado» (ESV, ASV o KJV). Lo cierto es que la misma palabra griega nomikos habla de alguien relacionado con el «nomos» o «ley». Entonces se trataba de una persona entendida en la ley judía, especializada en interpretar el Antiguo Testamento y en la aplicación de la enseñanza de algunos rabinos de renombre.
La pregunta suena inocente, general y hasta necesaria: «Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (Lc 10:25b). Su pregunta denota un deseo muy personal y también muy desprendido al mostrarse por encima de las banalidades y superficialidades de la vida bajo el sol. No habla de encontrar el bienestar temporal, sino de alcanzar la «vida eterna», un término usado en la pregunta que el joven rico dirigió también a Jesús (Mt 19:16) y del que Jesús habló en múltiples oportunidades (Mt 19:29; 25:46; Jn 3:15-16, 36; 5:24, 39; 6:40).
Jesús no ofrece una respuesta, sino que lo lleva a que responda él mismo, basado en su experiencia y conocimiento. Si en algo podían estar de acuerdo, era en lo que la Escritura señala con claridad. El experto no tiene problemas en responder con suma precisión (cita Dt 6:5 y Lv 19:18). Toda la ley queda resumida en estos dos mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo», hasta el punto en que el mismo Señor dijo que «de estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22:40).
Bueno, podría parecer que la conversación terminaría allí. Jesús le dio su señal de aprobación cuando le dijo: «Has respondido correctamente; Haz esto y vivirás» (10:28), usando otro pasaje innegable de Levítico (18:5). El problema radica en que Jesús nunca nos deja en el plano teórico, en el área del mero filosofar frente a una taza de café mientras resolvemos los problemas del mundo. Al terminar con esa exhortación a la acción, el Señor empujó al abogado a salir del terreno de las ideas aéreas porque la misma Escritura demostraba que no bastaba con «saber», sino con «hacer».
Jesús llevó a este experto en la ley a un terreno al que nos debe llevar a todos los que pensamos que sabemos algo de teología y de las Escrituras. Lo problemático con nosotros es que tendemos a conocer el «mapa», pero no tenemos la menor preocupación por pisar el «terreno». El primero es teórico, aéreo y se recorre solo con los ojos en un solo instante; el segundo es experiencial, práctico y se necesita todo el ser y mucho tiempo simplemente para recorrerlo. Jesús mismo dejó en claro que solo demostrarás ser discípulo cuando muestres el fruto en ti y no solo porque sepas reconocerlo de forma intelectual (Jn 15:8).
Me imagino al experto completamente sorprendido con la respuesta breve de solo siete palabras de Jesús. No se le dio la oportunidad para presentar grandes argumentos, demostrar su oratoria y algunas de las sesudas interpretaciones rabínicas oscuras que solo conocía este intérprete profesional. Es muy posible que sintiera el rubor en sus mejillas al perder de improviso su lugar de inquisidor y quedar encima con tarea de aplicación pendiente. Recorrió su mente buscando la manera de salir bien librado porque el Señor lo tenía arrinconado y es muy posible que muchos lo estaban observando con atención, mientras pensaba que murmuraban entre ellos y lo señalaban como el perdedor del debate.
Buscó justificarse al preguntar: «¿Y quién es mi prójimo?» (10:29). Tengo que reconocer que esta pregunta no es simplemente un escape ni es tan descabellada si la vemos con una mayor amplitud desde su contexto. Levítico podría dar a entender que el «prójimo» podría corresponder exclusivamente a otro israelita: «No odiarás a tu compatriota en tu corazón; ciertamente podrás reprender a tu prójimo, pero no incurrirás en pecado a causa de él. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor» (Lv 19:17-18, énfasis mío). Esta visión angosta para el término «prójimo» era la interpretación aceptada y popular con la que se entendía el segundo mandamiento durante el tiempo de Jesús. De esa manera, cualquier otra persona que no fuera judía quedaba fuera del alcance de la definición y de la responsabilidad que el mandamiento traía consigo.
Por eso la parábola que Jesús contaría a continuación dejaría boquiabiertos no solo al experto en la ley, sino a todos los curiosos que estaban alrededor. La historia de este judío herido producto de un asalto violento no debió dejar a ninguno sin algún tipo de reacción. Los asaltos en los caminos desiertos eran comunes en ese tiempo y más de uno podría recordar, como lo haríamos ahora, alguna historia similar como protagonistas, testigos o conocedores de una maldad. El hecho de que el pobre hombre haya quedado «medio muerto» (10:30) habla de que no solo lo había perdido todo, sino que era incapaz de valerse por sí mismo, necesitaba ayuda urgente porque su vida misma corría peligro.
Una historia así siempre nos empuja a proponer soluciones urgentes y a enojarnos sobremanera cuando notamos inacción o falta de sensibilidad. Claro, desde un punto de vista meramente informativo y teórico. La sorpresa debió ser mayúscula cuando escuchan de Jesús que un sacerdote y un levita, dos personas que se supone deben ejemplificar la obediencia a la Palabra, se desviaron al ver al herido y pasaron de largo sin mostrar el más mínimo amor por su prójimo. Los murmullos de desaprobación deben haberse escuchado y hasta el abogado pudo haber meneado la cabeza en señal de reproche. Pudo haber pensado «¡Yo nunca haría eso!», mientras miraba a su alrededor como todos los demás de seguro pensaban igual que él.
Sin embargo, Jesús iba a ir mucho más lejos con su historia. El Señor establece como protagonista de la historia a un ¡samaritano! No es mi intención profundizar en lo que esto significa porque es bastante conocido que estos vecinos cercanos de los judíos eran profundamente despreciados y, por qué no decirlo, los samaritanos tampoco miraban con buenos ojos a los judíos. Es más que evidente que los samaritanos no eran «prójimo» para los judíos y viceversa. Jesús presenta lo imposible y no duda en colocar sobre este samaritano todos los atributos y aplicaciones que el mandamiento demanda: «… cuando lo vio, tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas… lo llevó a un mesón y lo cuidó… [le dio dinero al mesonero cuando partía] y dijo: “cuídelo, y todo lo demás que gaste, cuando yo regrese se lo pagaré”» (10:33-35).
Todos quedaron boquiabiertos. Un sacerdote insensible es posible; un levita distraído es también condenable… pero un samaritano compasivo y con un judío… ¡inexplicable! Esta historia tan sencilla cambia para siempre los paradigmas del significado angosto del término «prójimo». Con mucha precisión, Richard Hays dice:
«La historia de Jesús sobre el samaritano compasivo, sin embargo, en vez de angostar la definición de “prójimo”, reformula todo el tema de dos maneras: el samaritano odiado viene a ser incluido en la categoría de “prójimo”, y el “prójimo” es definido como uno que muestra, en vez de recibir, misericordia (10:36-37)».[1]
Jesús vuelve a poner los ojos en el experto en la ley y le pregunta: «¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» (10:36). La respuesta que Jesús le demandó no podía ser legal sino personal. Claro, debieron ser los otros judíos, pero no demostraron serlo porque lo pasaron por alto. Aunque el abogado no lo especifica, su respuesta no dejó margen de dudas: el prójimo, contra todo pronóstico, era el samaritano que tuvo misericordia del judío (10:37). Con esta historia con la que Jesús respondió al intérprete, dice Hays, «Jesús… rechazó los intentos casuísticos para circunscribir nuestra preocupación moral al definir al otro [mi prójimo] como perteneciente a una categoría que está fuera del marco de nuestra responsabilidad».[2]
Ya no quedan más preguntas. Jesús simplemente vuelve a dar la misma demanda práctica que había dado antes a la respuesta correcta del abogado de la ley: «Ve y haz tú lo mismo» (10:37b). Esta reflexión me empuja en una sola dirección porque el Señor mismo ha establecido con mucha claridad la aplicación única del mandamiento. Queda sumamente claro que debo luchar conmigo mismo para no circunscribir mi obediencia de amar al «prójimo» solo entre aquellos que gozan de mi beneplácito o aprobación, y evitar la tentación de pasar «al otro lado del camino» cuando mi prójimo en necesidad está justo delante de mis ojos.
La realidad poderosa del evangelio me demuestra que el Señor Jesucristo mismo me vio a la orilla del camino, muerto en mis delicados y pecados, y tuvo compasión de mí (¡Sí, de mí!). Él mismo es el samaritano que vino en mi búsqueda, pagó con su propia sangre por mi redención sin merecerlo porque, «si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo, mucho más, habiendo sido reconciliados, seremos salvos por Su vida» (Ro 5:10). Vivo porque estuvo dispuesto a morir por mí. ¡No hay mayor muestra de amor ejemplar que la de Jesucristo!
Si el ejemplo del samaritano, quien representa a Jesús y su obra por nosotros, es el paradigma para entender lo que significa amar a nuestro prójimo, entonces solo nos falta ser obedientes y responder al Señor, quien también hoy nos dice, «Ve y haz tú lo mismo» (10:37b). Solo podré obedecer el espíritu del mandamiento cuando reconozca que yo mismo fui levantado en medio del camino y me atreva con valentía y compasión a reconocer a mi prójimo no solo entre los míos, sino también entre todos aquellos que están más allá de las cuatro paredes familiares, amicales, laborales, raciales o eclesiales. Deberé correr el riesgo de sentir compasión por el que piensa o vive contrario a mis principios y aun por mi enemigo. No existe otra manera de ser fiel al Señor.