SAM MASTERS
Imagina una escena: al amanecer, un monje solitario sentado sobre una roca en la cúspide de una montaña en los Himalayas. El viento gélido sacude las banderillas coloridas de oración colgadas a su entorno. Los primeros rayos de la luz del día iluminan su rostro.
Imagina otra escena: una larga mesa cargada de comida, a lo mejor un montón de cajas de pizza. Hombres y mujeres de todas las edades, y muchos niños (algunos inquietos y revoltosos). En medio del zumbido de muchas voces en conversación, una voz se levanta sobre las demás: «Hermanos, hermanos, silencio por favor, vamos a dar gracias por esta comida».
Ahora, una pregunta. ¿Cuál de estas escenas te parece más espiritual?
Se ha instalado en nuestros días, casi como un credo del hiperindividualismo predominante, que la espiritualidad es una cosa privada. Como no depende de ninguna realidad objetiva, forma parte de aquel dominio hermético donde cada individuo en su ilimitada libertad construye su propia identidad. Por ende, la espiritualidad de cada uno está por encima de cualquier crítica externa. El único código posible es el pragmatismo individual. Es decir, si a mí me ayuda, me tranquiliza, me centra, ¿qué me puede importar tu opinión? Mi espiritualidad es un sistema cerrado.
En el mejor de los casos, esta espiritualidad individualista resulta paliativa. Quizás sirva para reducir el dolor y la desorientación existencial, aunque no brinde una cura definitiva. En cambio, en la espiritualidad bíblica encontramos aquello que satisface el alma. La espiritualidad bíblica nos saca de nosotros mismos y nos vincula con Dios, con otros y con las raíces profundas de la verdad de todas las cosas.[1]
Juan describe esta espiritualidad bíblica:
«Y este es el mensaje que hemos oído de Él y que les anunciamos: Dios es Luz, y en Él no hay ninguna tiniebla. Si decimos que tenemos comunión con Él, pero andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero si andamos en la Luz, como Él está en la Luz, tenemos comunión los unos con los otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:5-7).
Primero, nos habla de la naturaleza de Dios. Dios es luz. No es un Dios que se esconde. Se hace conocer. El salmo nos dice que «en su luz vemos luz» (Sal 36:9). Es decir, Dios no solo se revela, sino que también nos diseñó con la capacidad de recibir y entender esa revelación. Esta cualidad reveladora de Dios implica otra cualidad: la de relacionarse. El Dios trino que existe en una relación de eterno amor mutuo ha formado a los seres humanos con la capacidad —en realidad, la profunda necesidad— de relacionarnos con Él. Así como las plantas dependen de la luz solar, nuestra personalidad humana se marchita y morimos si no somos bañados por la luz eterna del amor de Dios.
En Dios no existen tinieblas. En él no hay falsedad o medias verdades: «Tu palabra es verdad». (Jn 17:17). Su Palabra revela la realidad de su persona y de su creación. Por lo tanto, su Palabra sirve para orientar nuestra propia existencia, así como los girasoles del campo alinean sus cabezas según los rayos del sol. ¿Será una coincidencia que los girasoles parecen representaciones del sol que buscan en el cielo?
Fuimos creados para ser pequeñas imágenes de Dios en el mundo. Esa imagen que quedó estropeada por el pecado se va reconformando por la obra del Espíritu Santo en la medida que vivimos según la verdad de la Palabra de Dios. Como dice nuestro pasaje: «Si decimos que tenemos comunión con Él, pero andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad».
¿Cómo se practica la verdad? Podríamos suponer que consiste en técnicas esotéricas solitarias como las de nuestro monje solitario en los Himalayas. Pero Juan no lo lleva a ese plano. La idea es otra: «Pero si andamos en la Luz, como Él está en la Luz, tenemos comunión los unos con los otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». Es decir, se parece más a la mesa compartida del segundo ejemplo.
La espiritualidad bíblica consiste en un entendimiento nuevo de Dios sobre la base de su revelación; es una nueva orientación de los afectos del corazón hacia Él. Y la reforma de nuestro carácter se expresa en las relaciones humanas. Si amamos a Dios, debemos amar a nuestros hermanos. Este amor se puede expresar de mil formas prácticas y pequeñas. Comprando pizza y refresco. Poniendo la mesa y acomodando las sillas. Cuidando a los niños. Llamando la atención de los hermanos para orar. Conversando con todos los que están en la mesa sin buscar imponer o ignorar a los que no son como uno.
Esta comunión es posible porque «la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». Esta limpieza es continua. Se expresa gráficamente cuando compartimos la Cena del Señor, pero también cuando nos reunimos a escuchar la Palabra predicada, cuando nos visitamos en las casas o cuando comemos pizza juntos.