GERSON MOREY
Al día siguiente Juan vio a Jesús que venía hacia él, y dijo: «Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29).
Juan el Bautista era un hombre que vivió maravillado y sobrecogido por la persona de Jesús, su Salvador. Si bien es cierto que dentro de los estándares de su ámbito social Juan fue considerado como un profeta loco, raro e insensato, también es cierto que fue un hombre cuerdo y entendido acerca de las realidades espirituales a la luz de la Palabra. Un hombre que parecía insensato ante muchos, pero muy sensato para comprender las verdades del evangelio.
Su vida y ministerio estuvieron saturados por la realidad del Hijo de Dios al punto de maravillarse por completo. Por eso, cuando ve a Jesús, dice: «Ahí está el Cordero de Dios» (Jn 1:29). Estas palabras, más que una descripción, son un anuncio para que todos lo escuchen, lo vean y lo sigan.
El apóstol Juan registra dos veces este acontecimiento en su Evangelio. El profeta ve a Cristo y dice: «Ahí está el Cordero de Dios» (Jn 1:29, 36. Su intención es proclamarlo y se puede apreciar un deseo genuino por dirigir la mirada de los demás hacia el Salvador.
Juan el Bautista no quiere la atención ni la admiración de la gente. Está tan deslumbrado y sobrecogido por Su Señor, que lo único que busca es dirigir la mirada de los hombres hacia el Cordero de Dios. Está conmovido. Sus ojos están en Cristo y quiere que los ojos de los hombres también lo estén.
La vivencia, la experiencia y el hecho de ser cautivados por la belleza, grandeza y suficiencia del Señor cambian toda nuestra perspectiva de la vida. Lo que antes valorábamos, dejamos de valorarlo o, al menos, lo valoramos en su medida justa.
Hagamos caso al consejo de Juan el Bautista y miremos con los ojos de la fe al Cordero que entregó su vida para llevarnos a Dios. Sigamos el consejo de este profeta que preparó a los hombres para encontrarse con el Salvador.