Una relación gratificante con el Señor requiere cierta postura determinada.
Kayla Yiu
Una de las pinturas más emblemáticas del mundo no se encuentra en un museo, sino en el comedor de un convento en Milán. La Última Cena se puso allí para dar gracias por la comida y por las bendiciones de las monjas que comían juntas en Santa Maria delle Grazie, aunque la fama de la obra maestra ha convertido el convento en Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. La mayoría de nosotros podemos imaginarnos la imagen, por haberla visto en innumerables libros de historia: el Señor Jesús y los discípulos sentados a un lado de una larga mesa, conversando mientras comen. De hecho, la representación de da Vinci de la Última Cena es tan aclamada que a menudo es así como imaginamos el momento original registrado en los capítulos 13 al 17 del Evangelio de San Juan. Pero al aferrarnos a la interpretación del maestro da Vinci de esta cena divina, nos perdemos un detalle crucial e interesante: el Señor y los discípulos no estaban sentados esa noche. Estaban reclinados.
Reclinarse para comer era una práctica griega que los romanos adoptaron con el tiempo, alrededor del siglo III a. C., por lo que el Señor Jesús y los Doce habrían seguido su ejemplo. En efecto, la Sagrada Escritura alude a esta postura en detalles que a menudo pasamos por alto: por ejemplo, cuando el Señor estaba reclinado a la mesa mientras una mujer derramó un costoso perfume sobre su cabeza (Mateo 26.7), o cuando se reclinó de nuevo a la mesa después de haber lavado los pies de los discípulos (Juan 13.12). Estar consciente de esto cambia nuestra percepción de la Última Cena, ¿no es así? La velada ya no se asemeja al escenario formal de da Vinci, sino que sugiere una cómoda comida en compañía de buenos amigos. El aire de relajación es, en realidad, lo que hacía que reclinarse mientras se comía fuera tan atractivo para los romanos. Era una demostración de seguridad, lo que lo hace aún más entrañable cuando leemos que uno de los discípulos a quien el Señor Jesús amaba, estaba inclinado sobre su pecho (Juan 13.23). El Señor Jesús estaba relajado y seguro, y sus discípulos también.
Otra comida famosa en la que pasamos por alto la postura tiene lugar en Mateo 9, donde leemos, estando el Señor Jesús reclinado a la mesa en la casa, muchos publicanos y pecadores, que habían venido, se reclinaron junto a la mesa con Él y sus discípulos (Mateo 9.10). Nos imaginamos al Señor Jesús, los discípulos, los pecadores y los recaudadores de impuestos relajados en la habitación, comiendo y conversando juntos, algo que nuestros comedores formales con sus sillas de respaldo recto no permitirían. Es decir, hasta que aparecen los fariseos. Se apresuran a cuestionar el hecho de que Jesús estuviera comiendo y reclinado con los pecadores, y Él responde: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Mateo 9.12). Por lo general, interpretamos las palabras del Señor Jesús como que solo los pecadores necesitan arreglo, pero Él no está “arreglando” o sanando a ningún pecador aquí; Él está reclinado y cenando con ellos. El compañerismo es la prioridad. Luego el Señor Jesús continúa, diciendo: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mateo 9.13). Para desengaño de los fariseos (y tal vez de nosotros), nuestra posición con el Señor Jesús no tiene que ver con hacer bien las tareas; se trata de estar con Él y con las personas que Él ama.
Es como lo que dice el Dr. Stanley: “Dios quiere que lo conozcamos, no solo que nos resuelva los problemas. No solo que responda a las necesidades particulares que tenemos”. ¿No es esa, después de todo, la razón por la que el Señor Jesús llevó nuestro pecado a la cruz? ¿Para que nada se interpusiera entre nosotros y nuestro Creador, para que pudiéramos reconciliarnos una vez más como Él había querido en el Edén? Si bien nosotros nos inclinamos a juzgar por las apariencias, el Padre celestial mira el corazón. Y esta perspectiva da nueva vida a cada dificultad que enfrentamos, a cada pecado que cometemos, porque el Señor nunca esperó que las manejáramos a la perfección. Solo que siguiéramos adelante con Él a nuestro lado. Solo para cenar y reclinarnos con Él, para descansar en la seguridad y la libertad de ser amados por Él.
Cuando el Señor Jesús se ofrece a sanar al siervo del centurión en Mateo 8, el soldado insiste: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará” (Mateo 8.8). Después que el Señor elogia al centurión por su fe, revela que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se reclinarán a la mesa con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos (Mateo 8.11). El reino de los cielos se parece mucho al hecho de reclinarse, comer y descansar con nuestro Salvador y sus amigos, y cada momento que pasamos con Él ahora trae un pedacito de paraíso a la Tierra. Que nunca olvidemos la promesa del Señor Jesús: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en él y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3.20).