“Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; es muy elevado, no lo puedo alcanzar”.
(Salmo 139:6)
Cada hijo es una obra maestra única. No hay duplicados. Cada uno tiene huellas digitales, ritmos cardíacos, formas y colores de ojos y una constitución sanguínea particular. Incluso los gemelos pueden ser idénticos físicamente, pero completamente distintos en su composición mental y sus talentos. Nuestros hijos no solo crecen de maneras distintas, sino que también se manifiestan de diferentes formas.
Las Escrituras afirman que Dios no solo es el que abre la matriz de una madre para concebir (Gén. 30:22), sino que personalmente forma y entrelaza los sistemas del cuerpo humano para formar el tejido de la vida (Sal. 139:13-14). Traza los planos para cada varoncito y tiene los derechos de autor de cada niñita.
Dios siempre tiene un propósito por el cual hace a cada niño de determinada manera. Así que, cuando consideras la maravilla de cada uno de tus hijos, el amor te invita a emprender como padre una aventura de descubrimiento, al develar el misterio maravilloso de su diseño. Es bueno preguntarse: ¿Cuál es su esencia? ¿Cuáles son sus individualidades? ¿En quién está transformándose? ¿Qué rasgos ya tiene que necesiten ser descubiertos y fomentados?
Los hijos y las hijas no necesitarán la misma formación. El varón necesita aventura masculina, cultivar la valentía interior y formar una hombría responsable. La mujer necesita que afirmen con amor su belleza, fortalezcan su feminidad y la dirijan para aprender a conectarse con los demás en forma generosa.
¿Ya has discernido la clase de inteligencia de tu hijo? Algunos niños pueden recordar palabras y hechos con facilidad, mientras que otros son emprendedores talentosos. Uno puede ser un ingeniero nato, mientras que el otro es experto en entablar amistades y resolver problemas relacionales. Algunos son meticulosos y técnicos; otros, ingeniosos y cómicos. Cada uno brillará de alguna manera, y debería recibir aliento y valor por lo brillante de su forma de pensar. Cada uno debería recibir la misma cantidad de amor, pero no de la misma manera. Uno puede desear tu afecto físico, mientras que el otro anhela principalmente compartir un tiempo de calidad contigo.
A medida que descubras lo que le ayuda a sentirse más satisfecho, puedes concentrar estratégicamente tu atención y tu energía con mayor eficacia cuando estés con él. La crianza amorosa exige descubrimientos guiados. Se trata de escuchar y descubrir cómo piensa, sueña y crece cada niño, de separar la inclinación que Dios les dio de sus anhelos temporales. Es vigilar sus hábitos, protegerlos de sus debilidades e impulsar sus puntos fuertes. Demasiadas veces, los padres malinterpretan y desorientan. O sus planes son demasiado rígidos, y entonces, obligan y frustran a sus hijos.
Si tu hijita florece en el piano, no la presiones a tocar la tuba. Si tu hijo se deleita en escribir y cantar, no lo menosprecies por no ser un sobresaliente deportista. En cambio, descubre y abraza el tesoro que te fue dado. Acepta y afirma su diseño. Riega y cultiva las semillas que Dios ya plantó.
Entonces, en lugar de ir en pos del sueño de otra persona, ellos podrán madurar y estar seguros en su propia piel. Y con tu guía y tu amor dedicado, pueden repetir con gozo las palabras que el salmista oró con gratitud: «. . . tú formaste mis entrañas; me hiciste en el seno de mi madre. Te alabaré, porque asombrosa y maravillosamente he sido hecho; maravillosas son tus obras, y mi alma lo sabe muy bien» (Sal. 139:13-14).