Vv. 4—8. No puede haber verdadera paz donde no hay verdadera gracia; donde va primero la
gracia, seguirá la paz. Esta bendición es en el nombre de Dios, de la Santa Trinidad, es un acto de
adoración. Primero se nombra al Padre, descrito como el Señor, que es, el que era y ha de venir,
eterno, inmutable. El Espíritu Santo es llamado los siete espíritus, el perfecto Espíritu de Dios, en
quien hay diversidad de dones y operaciones. El Señor Jesucristo fue desde la eternidad, un Testigo
de todos los consejos de Dios. Él es el Primogénito de los muertos, que por su poder resucitará a su
pueblo. Él es el Príncipe de los reyes de la tierra; por Él son derogados sus consejos y ante Él son
ellos responsables de rendir cuentas. El pecado deja una mancha de culpa y contaminación en el
alma. Nada puede quitar esta mancha, sino la sangre de Cristo, y Cristo derramó su propia sangre
para satisfacer la justicia divina, y comprar el perdón y la pureza para su pueblo. —Cristo ha hecho
de los creyentes reyes y sacerdotes para Dios y su Padre. Como tales ellos vencen al mundo,
mortifican el pecado, gobiernan sus propios espíritus, resisten a Satanás, prevalecen con Dios en
oración y juzgarán al mundo. Él los ha hecho sacerdotes, les ha dado acceso a Dios, los ha
capacitado para ofrecer sacrificios espirituales aceptables, y por estos favores ellos tienen que darle
dominio y gloria para siempre. —Él juzgará al mundo. Llama la atención hacia ese gran día en que
todos veremos la sabiduría y la felicidad de los amigos de Cristo y la locura y desdicha de sus
enemigos. Pensemos frecuentemente en la segunda venida de Cristo. Él vendrá para terror de
quienes le hieren y crucifican de nuevo en su apostasía; Él vendrá para asombro de todo el mundo de
los impíos. Él es Principio y Fin; todas las cosas son de Él y para Él; Es el Todopoderoso; el mismo
Eterno e Inmutable. Si deseamos ser contados con sus santos en la gloria eterna, debemos
someternos ahora voluntariamente a Él, recibirle, y honrarle como Salvador, al que creemos vendrá a
ser nuestro Juez. ¡Ay, que hubiera muchos que desearan no morir nunca, y que no hubiera un día de
juicio!