Vv. 12-18. No todo hombre que sufre es el bendecido; pero sí el que con paciencia y constancia
va por el camino del deber, a través de todas las dificultades. Las aflicciones no nos pueden hacer
miserables si no son por nuestra propia falta. El cristiano probado será un cristiano coronado. La
corona de la vida se promete a todos los que tienen el amor de Dios reinando en sus corazones. Toda
alma que ama verdaderamente a Dios tendrá sus pruebas de este mundo plenamente recompensadas
en ese mundo de lo alto, donde el amor es perfeccionado. —Los mandamientos de Dios, y los tratos
de su providencia, prueban los corazones de los hombres, y muestran la disposición que prevalece en
ellos. Pero nada pecaminoso del corazón y la conducta puede ser atribuido a Dios. Él no es el autor
de la escoria, aunque su prueba de fuego la deja al descubierto. Los que culpan del pecado a su
constitución o a su situación en el mundo, o pretenden que no lo pueden evitar, dejan mal a Dios
como si Él fuese el autor del pecado. Las aflicciones, como enviados de Dios, están concebidas para
sacar a relucir nuestras virtudes, pero no nuestras corrupciones. El origen del mal y de las
tentaciones está en nuestros propios corazones. —Detén los comienzos del pecado o todos los males
que sigan serán totalmente cargados a tu cuenta. Dios no se complace en la muerte de los hombres,
como que no tiene mano en el pecado de ellos, pero el pecado y la miseria, se deben a ellos mismos.
Así como el sol es el mismo en la naturaleza e influye, aunque a menudo se interpongan la tierra y
las nubes, haciendo lo que a nosotros nos parece variable, así Dios es inmutable y nuestros cambios
y sombras no son cambios ni alteraciones en Él. Lo que el sol es en la naturaleza es Dios en gracia,
providencia y gloria, e infinitamente más. Como toda buena dádiva es de Dios, así, en particular, es
que hayamos nacido de nuevo, y todas sus consecuencias santas y felices vienen de Él. Un cristiano
verdadero llega a ser una persona tan diferente de la que era antes de las influencias renovadoras de
la gracia divina, que es como si fuera formado de nuevo. Debemos dedicar todas nuestras facultades
al servicio de Dios, para que podamos ser una especie de primicias de sus criaturas.