Vv. 15—19. Habiendo así demostrado Pablo que él no era inferior a ningún apóstol, ni al mismo
Pedro, habla de la gran doctrina fundamental del evangelio. ¿Para qué creímos en Cristo? ¿No fue
para que fuésemos justificados por la fe de Cristo? De ser así, ¿no es necio volver a la ley, y esperar
ser justificados por el mérito de obras morales, de los sacrificios o de las ceremonias? La ocasión de
esta declaración surgió indudablemente de la ley ceremonial; pero el argumento es tan fuerte contra
toda dependencia de las obras de la ley moral para lograr la justificación. Para dar mayor peso a esto
se agrega aquí, “pero si buscando ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados
pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado?” Esto sería muy deshonroso para Cristo y también
muy dañino para ellos. Considerando la misma ley, entendió que no debía esperar la justificación por
las obras de la ley, y que ahora ya no había más necesidad de los sacrificios y sus purificaciones,
puesto que fueron terminados en Cristo al ofrecerse Él como sacrificio por nosotros. No esperaba ni
temía nada de ello; no más que un hombre muerto para sus enemigos. Pero el efecto no era una vida
descuidada e ilícita. Era necesario que él pudiera vivir para Dios y dedicado a él por medio de los
motivos y la gracia del evangelio. No es objeción nueva, pero sumamente injusto, que la doctrina de
la justificación por la sola fe, tienda a estimular a la gente a pecar. No es así, porque aprovecharse de
la libre gracia, o de su doctrina, es vivir en pecado, es tratar de hacer de Cristo ministro de pecado,
idea que debiera estremecer a todos los corazones cristianos.
Vv. 20, 21. Aquí, en su propia persona, el apóstol describe la vida espiritual y oculta del
creyente. El viejo hombre ha sido crucificado, Romanos vi, 6; pero el nuevo hombre está vivo; el
pecado es mortificado y la gracia es vivificada. Tiene las consolaciones y los triunfos de la gracia,
pero esa gracia no es de sí mismo sino de otro. Los creyentes se ven viviendo en un estado de
dependencia de Cristo. De ahí que, aunque viva en la carne, sin embargo, no vive según la carne.
Los que tienen fe verdadera, viven por esa fe; y la fe se afirma en que Cristo se dio a sí mismo por
nosotros. —Él me amó y se dio por mí. Como si el apóstol dijera: El Señor me vio huyendo más y
más de Él. Tal maldad, error e ignorancia estaban en mi voluntad y entendimiento, y no era posible
que yo fuera rescatado por otro medio que por tal precio. Considérese bien este precio. —Aquí
nótese la fe falsa de muchos. Su confesión concuerda: tienen la forma de la piedad sin el poder de
ella. Piensan que creen bien los artículos de la fe, pero están engañados. Porque creer en Cristo
crucificado no sólo es creer que fue crucificado, sino también creer que yo estoy juntamente
crucificado con Él. Esto es conocer a Cristo crucificado. De ahí aprendemos cuál es la naturaleza de
la gracia. La gracia de Dios no puede estar unida al mérito del hombre. La gracia no es gracia a
menos que sea dada libremente en toda forma. Mientras más sencillamente el creyente confíe en
Cristo para todo, más devotamente andará delante de Él en todas sus ordenanzas y mandamientos.
Cristo vive y reina en él, y él vive aquí en la tierra por la fe en el Hijo de Dios, que obra por amor,
produce obediencia y cambia a su santa imagen. De este modo, no abusa de la gracia de Dios ni la
hace vana.