Vv. 20, 21. Por Cristo y su justicia tenemos más privilegios, y más grandes que los que perdimos
por la ofensa de Adán. La ley moral mostraba que eran pecaminosos muchos pensamientos,
temperamentos, palabras y acciones, de modo que así se multiplicaban las transgresiones. No fue
que se hiciera abundar más el pecado, sino dejando al descubierto su pecaminosidad, como al dejar
que entre una luz más clara a una habitación, deja al descubierto el polvo y la suciedad que había ahí
desde antes, pero que no se veían. El pecado de Adán, y el efecto de la corrupción en nosotros, son la
abundancia de aquella ofensa que se volvió evidente al entrar la ley. Los terrores de la ley endulzan
más aun los consuelos del evangelio. Así, pues, Dios Espíritu Santo nos entregó, por medio del
bendito apóstol, una verdad más importante, llena de consuelo, apta para nuestra necesidad de
pecadores. Por más cosas que alguien pueda tener por encima de otro, cada hombre es un pecador
contra Dios, está condenado por la ley y necesita perdón. No puede hacerse de una mezcla de pecado
y santidad esa justicia que es para justificar. No puede haber derecho a la recompensa eterna sin la
justicia pura e inmaculada: esperémosla ni más ni menos que de la justicia de Cristo.