Vv. 36—41. Aquí tenemos una pelea en privado de dos ministros, nada menos que Pablo y
Bernabé, pero hecha para terminar bien. Bernabé deseaba que su sobrino Juan Marcos fuera con
ellos. Debemos sospechar que somos parciales, y cuidarnos de ello, cuando ponemos primero a
nuestros parientes. Pablo no pensaba que era digno del honor ni apto para el servicio, quien se había
separado de ellos sin que lo supieran o sin el consentimiento de ellos: vea capítulo xiii, 13. Ninguno
cedía, por tanto, no hubo remedio sino separarse. Vemos que los mejores hombres no son sino
hombres, sujetos a pasiones como nosotros. Quizá hubo faltas de ambos lados como es habitual en
tales contiendas. Sólo el ejemplo de Cristo es inmaculado. Pero no tenemos que pensar que es raro
que haya diferencias aun entre los hombres buenos y sabios. Será así mientras estemos en este estado
imperfecto; nunca seremos todos unánimes hasta que lleguemos al cielo. ¡Sin embargo, cuánta
maldad hacen en el mundo, y en la iglesia, los remanentes de orgullo y pasión que se hallan aun en
los mejores hombres! Muchos de los que habitaban en Antioquía, que poco y nada habían sabido de
la devoción y piedad de Pablo y Bernabé, supieron de su disputa y separación; así nos ocurrirá si
cedemos a la discordia. Los creyentes deben orar constantemente que nunca sean guiados a dañar la
causa que realmente desean servir por los vestigios del temperamento impío. Pablo habla con estima
y afecto de Bernabé y Marcos, en sus epístolas escritas después de este suceso. Todos los que
profesan tu nombre, oh amante Salvador, sean completamente reconciliados por ese amor derivado
de ti, que no se deja provocar con facilidad y que olvida pronto y entierra las injurias.