Lo conocemos como Getsemaní —el lugar donde Jesús se alejó del caos para pasar su última noche a solas con su Padre. Pero, al adentrarnos más en el huerto, llegamos a entender mejor por qué escogió este sitio, y más de lo que ocurrió allí. ¿Fue sólo para orar? ¿Sólo para dormir? ¿Sólo para pasar tiempo a solas antes de que se levantara para ir a morir? No; lo que encontramos en Getsemaní es una senda de restauración para cada momento de nuestra vida.
Cristo no vino solo al huerto, vino con amigos —con 11 de sus 12 discípulos. Él estuvo siempre rodeado de personas. ¿Debe, entonces, sorprendernos que la noche antes de ser crucificado —por nuestros pecados— Jesús viniera al Getsemaní con 11 de sus queridos seguidores?
¿Se parece esto a su vida? ¿Rodeado siempre de otros? ¿Con poco tiempo para usted mismo? ¿Preocupado por las personas que le aman, pero que no siempre le apoyan o vienen en su ayuda cuando más lo necesita? Busque, entonces, iluminación y dirección en las últimas hermosas horas de solitud de Cristo en un huerto sagrado.
Con sus discípulos, el Señor se retiró al Getsemaní, un lugar cuyo nombre en hebreo significa molino o prensa (semejante a una prensa de vino) donde se extraía aceite de las olivas. Aquí, al pie del monte de los Olivos, Jesús se separó del grupo con sus tres amigos más íntimos —Pedro, Jacobo y Juan, y les expresó sus sentimientos más profundos: “Mi alma está destrozada” (Mt 26.38 NTV).
En este lugar, donde se presionaban las olivas para obtener el aceite sustentador de la vida, Cristo “comenzó su agonía”, escribió Matthew Henry. “Allí quiso quebrantarlo el Padre, y destrozarlo, para que de Él pudiera fluir a todos los creyentes aceite nuevo; para que pudiéramos participar de la raíz y de la rica sabia del benéfico Olivo”.
Es que la solitud “es más un estado de la mente y del corazón, que un lugar”, según el autor Richard Foster. Es verdad que apartarse para descansar es maravilloso, pero la solitud con Dios no es un descanso casual. Es una inmersión profunda y ferviente en la prensa del poder de Dios que nos pone en condiciones de volver a las personas y servirles de una manera significativa. En la solitud —dice Foster en su libro Celebración de la disciplina, “tenemos que alejarnos de la gente para poder estar realmente presentes cuando estemos con ella”.
Jesús estableció ese modelo. Después de un tiempo de solitud, ¿qué hizo? Comenzó su ministerio (Mt 4.1-11, 17). Caminó sobre las aguas (14.22-27). Escogió a sus discípulos (Lc 6.12-19). Murió por nuestros pecados.
Podemos anhelar la solitud fácil —tener una razón espiritual para dejarlo todo y tomar una semana de descanso. ¿Quién no anhela eso de vez en cuando? Pero, como hijos de Dios, necesitamos la solitud con Dios, la clase de solitud que reforma el alma y que nos prepara igual que a nuestro Cristo, para servir.