El cuidado de Dios por nosotros se extiende aun a los detalles más pequeños de nuestra vida. Él sabe cuando sus hijos sufren, y anhela consolarles (Is 49.13).
La compasión del Señor es personal, continua y está siempre a nuestro alcance. Recibimos su consuelo por medio del Espíritu Santo, quien vive en nosotros. No hay ninguna situación o momento en que Él sea inaccesible al creyente; podemos ser consolados y tranquilizados en cualquier momento del día o de la noche.
Considere la manera como demostró Dios su compasión por medio de la vida de Jesucristo. Él se relacionó incluso con los “intocables”, personas que tenían el cuerpo infectado por una enfermedad contagiosa (Lc 17.11-14). Ninguna enfermedad que tengamos le impedirá cuidarnos. El Señor tuvo compasión de las personas enfermas. Pero no solo las sanaba físicamente, sino que también les daba un consuelo aun mayor: una vida nueva mediante el perdón de sus pecados. Y si nuestras enfermedades no desaparecen, el Señor nos fortalece amorosamente para que podamos perseverar (2 Co 12.7-9).
¿Y qué de los desastres que nosotros mismos creamos? La traición de Pedro a Cristo tuvo como respuesta el perdón (Jn 21.15-17). Las dudas de Tomás fueron respondidas por el mismo Jesús (Jn 20.27). Nuestros errores no le impedirán a Él amarnos. Incluso a sus enemigos, Jesús les dejó abierta la puerta para el arrepentimiento.
El consuelo y el cuidado de Dios son suficientes para superar cualquier dolor. Una vez que hayamos experimentado su consuelo, debemos convertirnos en portadores de consuelo para otros (2 Co 1.4)