“Los hijos que tenemos son un regalo de Dios….” Salmos 127:3
El mundo suele comunicar que los hijos son una carga y una molestia. Cuestan mucho dinero y ocupan tiempo valioso. Te estorban, desobedecen y lloriquean. Pero cuando por fin llega un niño y se une a la familia, algo cambia.
Te roba el corazón y te cambia la vida. Trae maravillas y aventuras diarias. Ahora no imaginas vivir sin aquello que antes te conformabas con evitar. Morirías por tus hijos. Perderlos se transforma en tú peor temor. El amor nos recuerda que lo hijos son y siempre ha sido invalorables, deseables y un tesoro único. Son nuestro legado vivo y andante, y cada uno tiene un potencial inexplotado y sin límite.
El amor nos ayuda a verlos como Dios los ve: una de las mayores bendiciones en la vida. A través de las páginas de la Escritura, vemos un hilo en común: el gran amor de dios por sus hijos. Las bendiciones del pacto divino sobre los patriarcas incluían principalmente la promesa de hijos y la bendición que recibirían las naciones futuras a través de ellos (Gen. 26.1-4) Y quizás, este sea el pasaje más descriptivo de todos: “He aquí, don del Señor son los hijos, y recompensa es el fruto del vientre. Como flechas en la mano del guerrero, así son los hijos tenidos en la juventud” (Sal 127.3-4)
La palabra “don” significa una herencia dada por Dios, otorgada como parte de la porción que le toca a cada uno en la vida (Is 54.17). Jesús reprendió a sus seguidores por tratar a los niños como si fueran una intromisión o algo irritante. En cambio, invitó a los pequeños a acercarse, diciendo que traen gran bendición a nuestras vidas, “porque de los que son como éstos es el reino de Dios” (Mar 10.14). Colocó a un niño frente a los discípulos y afirmó: “Así pues, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe” (Mat 18.4-5)
Además los niños nos ayudan a madurar como padres. Nos enseñan a dejar de ser tan egoístas, nos sacan de nuestra comodidad y expanden nuestras capacidades. Repiten nuestras palabras y ponen a prueba nuestra integridad. Dejan de manifiesto nuestro orgullo y profundizan nuestra humildad. Nos ayudan a aprender a estar más dispuestos a amar. Entran al mundo como si dijeran: “Aquí estoy, soy un espejo para reflejarte, una arcilla lista para que moldees. Llevaré tu apellido y reflejaré tu semejanza. Soy más valioso que cualquier cosa que poseas, y podría transformarme en tu mayor inversión en el mundo.
Tus posesiones jamás caminarán contigo hacia el altar, no te darán nietos, no llorarán en tu funeral ni llevarán tu legado a las generaciones futuras. Así que, no importa cuántos años tengan tus hijos, atrévete a volver a poner los ojos y el corazón en ellos. A valorarlos. A seguir el ejemplo de Jesús, recibirlos en tus brazos, y bendecir con amor su persona y sus vidas futuras (Mar 10.16)
Que reciban el profundo amor de Dios, y tú profundo amor.