GERSON MOREY
Pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por tanto, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos (Ro 14:8).
¡Somos del Señor! Esto es cierto no solo en virtud de haber sido creados por Dios, sino también por causa de nuestra redención. Él nos formó y también nos compró en Cristo. Le pertenecemos al Señor en cuerpo y alma, en vida y muerte.
Lo primero que se desprende de estas palabras es el hecho de que si podemos vivir para Dios, también podemos morir para Él. Nuestra muerte será para el Señor y Su gloria. La afirmación «y si morimos, para el Señor morimos» puede ser difícil de entender, pero la implicación de las palabras de Pablo nos llevan a entender que el día en que dejemos de vivir en este mundo, sea como sea nuestra muerte, traeremos gloria al nombre del Señor. Nuestra muerte también es para el Señor y en ese día también se podrá decir «¡Gloria a Dios!».
Estas palabras también afirman que, a pesar de la muerte, seguiremos siendo posesión del Señor. Cuando nuestra alma vaya a Su presencia y nuestro cuerpo descanse en el ataúd, seguiremos siendo Suyos. La muerte no altera ni un ápice el hecho de que le pertenecemos a Dios. La muerte no es lo más definitivo de la existencia humana, pero sí lo es nuestra relación con Dios. Morir no cambia nada para los redimidos ni afecta lo que somos en Cristo. Morir no nos despoja de lo que tenemos en Él.
¡Qué gloriosa visión de la muerte nos ofrece el evangelio! ¡Cuánta esperanza hay al pensar en nuestra muerte! ¡Qué preciosa esperanza saber que seguiremos siendo del Señor al morir!
Le pertenecemos al Señor en cuerpo y alma. En vida y muerte, somos del Señor.