JOSÉ «PEPE» MENDOZA
Proverbios 8:1-8:4
1¿no clama la sabiduría, y levanta su voz la prudencia? 2en la cima de las alturas, junto al camino, donde cruzan las sendas, se coloca; 3junto a las puertas, a la salida de la ciudad, en el umbral de las puertas, da voces: 4«oh hombres, a ustedes clamo, para los hijos de los hombres es mi voz.
Recuerdo cuando un amigo hace muchos años me advirtió con severidad que las decisiones que estaba tomando no tendrían un buen final. Busqué darle mil excusas, le dije que era demasiado alarmista, que si no me conocía bien y «¡claro que te estoy oyendo!». Pero la verdad es que no quería oírlo porque tenía la necedad al tope y… tuve que reconocer su consejo cuando pagué las consecuencias de mi sordera voluntaria. Bien dice el dicho: «No hay peor sordo que el que no quiere oír».
El necio herido por su propia necedad siempre gritará que no tenía cómo saberlo, que nadie le dijo, que lo que haya hecho y sus consecuencias son resultado del infortunio, la mala suerte o todo lo que esté a su alrededor… menos de él mismo. Pero yo me pregunto: ¿Podremos realmente justificar que nuestros actos son culpa de un silencio absoluto de la sabiduría a nuestro alrededor? De ninguna manera.
El maestro de sabiduría afirma que la sabiduría alza su voz tanto en las cimas de las montañas como en los cruces de caminos y en los lugares donde se toman las decisiones más importantes. La sabiduría no es advenediza, sino que ha sido posesión de Dios desde antes de la creación y el Señor la usó en la constitución de la tierra. No podemos decir que no teníamos idea de ella porque siempre ha estado entre nosotros, aunque no dentro nuestro.
La sabiduría se hace oír con tal fuerza y hace un llamado urgente porque los seres humanos somos necios por naturaleza. Nuestra falta de sabiduría se demuestra con creces al ver las consecuencias de oscuridad, dolor y muerte evidentes entre nosotros. La sabiduría es ajena a nosotros porque no es inherente a nuestra humanidad. Debe buscarse con ahínco porque siempre preferiremos la superficialidad y las cosas que brillan y aparentan valor. Por eso dice el maestro de sabiduría: «Porque mejor es la sabiduría que las joyas, y todas las cosas deseables no pueden compararse con ella» (v. 11). Pero como buenos necios, preferimos los espejitos brillantes y no la sabiduría de Dios que le dio orden y belleza al universo.
Es interesante que la vida buena, es decir, la sabiduría, convive con la prudencia, el conocimiento y la discreción. Cuando dejamos de lado a la necedad y sus amigos, entonces empezamos a caminar con un grupo de amigos bastante diferente: la cautela y la moderación se vuelven presentes e inseparables; empezamos a destacar por la sensatez y el buen juicio de nuestros actos al poder distinguir entre el bien y el mal, aferrándonos a lo bueno y huyendo de lo malo. Nuestra percepción de lo que es bueno o malo ya no es subjetivo ni depende de mis sentimientos o circunstancias, sino de la claridad meridiana de la Palabra de Dios. Por eso la sabiduría dice: «Ahora pues, hijos, escúchenme. Porque bienaventurados son los que guardan mis caminos. Escuchen la instrucción y sean sabios, y no la desprecien» (vv. 32-33).
No digamos nunca más que nunca oímos de la sabiduría porque eso es imposible. La sabiduría siempre estará gritando en la encrucijada de caminos, justo antes de tomar esa mala decisión o escoger ese mal camino. No digamos que lo intentamos pero que no la hallamos, porque la sabiduría siempre te dirá: «Amo a los que me aman, y los que me buscan con diligencia me hallarán» (v. 17). No más pretextos o excusas, no más sordera voluntaria ni afectos equivocados. Si quieres ser sabio, escucha con atención y reconoce que la sabiduría se aprende y solo la encontrarás si la buscas con diligencia.