El camino del necio es recto
a sus propios ojos,
Pero el que escucha
consejos es sabio.
El enojo del necio se
conoce al instante,
Pero el prudente oculta
la deshonra…
El hombre prudente oculta
su conocimiento,
Pero el corazón de los necios
proclama su necedad
(Pr 11:24-25)
La vida solía ser compartida con unos cuantos amigos, familiares, compañeros de estudio o trabajo y hermanos de la iglesia. Los eventos favorables, las tragedias y los altos y bajos de las historias personales y familiares se vivían alrededor de ese pequeño núcleo relacional. Lágrimas, sonrisas, celebraciones y abrazos se registraban en fotografías que solo quedaban entre aquellos que se reconocían como protagonistas de esas historias. Es muy probable que nuestros abuelos o padres también se enfrentaron a algún chisme o comentario adverso que tuvieron que aclarar entre los suyos, y quizás eso trajo consigo que algunas amistades o relaciones se afianzaran o se rompieran sin remedio.
Hoy todo ha cambiado por completo. Parece que las nuevas generaciones nos debemos a una multitud de desconocidos que ofrecen «me gusta» o cuyos comentarios, sin mayor contexto a una imagen o unas pocas palabras, nos pueden causar mucho dolor o una alegría inmensa. El número de usuarios de las redes sociales al momento en que escribo suman juntos alrededor de casi cuatro billones; es decir, cerca de la mitad de los pobladores de nuestro pequeño planeta azul.
Lo que empezó como una herramienta virtual para conectar amigos a la «antigua», atrayendo de vuelta a los olvidados en el tiempo del grupo relacional tradicional, se convirtió en una plataforma para exponer por completo las vidas al mundo, difuminando la línea entre lo privado y lo público, maquillando la existencia y usando Photoshop para que las palabras y las imágenes nos hagan lucir exitosos, hermosos y hasta más inteligentes.
Las redes sociales no han cumplido su promesa de facilitar la coexistencia pacífica y el intercambio universal del conocimiento. Por el contrario, la propagación de mentiras, teorías conspirativas, calumnias, chismes, envidias y odio abunda sin control. Muchos han llegado a decir que les deprime profundamente el mundo virtual, aunque no lo abandonan. Esta exposición mediática está exacerbando nuestra necedad natural.
Hace poco leí a un tuitero decir que el diccionario debería acuñar el término «agnorante» porque las redes han creado un nuevo tipo de personas que son «arrogantes/ignorantes». Lo cierto es que ese tipo de personas no es nuevo porque ya Proverbios describe así a los necios. Ellos ven su camino siempre como «recto a sus propios ojos» (v. 15) y el corazón del necio siempre «proclama su necedad» (v. 23b).
Este capítulo de Proverbios está lleno de ejemplos de esa necedad que hoy puebla las redes sociales y manifiesta la realidad de nuestras mentes y corazones. Navegar y mirar imágenes y frases cortas sin descanso, descuidando a los que nos rodean y nuestra productividad estudiantil o laboral, es necedad. El maestro de sabiduría dice: «El que labra su tierra se saciará de pan, pero el que persigue lo vano carece de entendimiento» (v. 11).
Las palabras y comentarios que lanzamos casi sin pensar luego de leer 280 caracteres de un tuit o algo visto en Instagram, también son una demostración de nuestra necedad porque «Hay quien habla sin tino [juicio, cordura o moderación] como golpes de espada…» (v. 18a). Nuestras reacciones airadas expresadas evidencian necedad: «El enojo del necio se conoce al instante…[y] el corazón de los necios proclama su necedad» (v. 16a, 23b). No hay duda de que la necedad se pone en evidencia en las redes y que ellas son como un tomógrafo que permite ver la realidad del alma humana.
Por el contrario, los sabios saben navegar por las redes sociales y lo primero que hacen es poner límites en su consumo. En primer lugar, el primer paso a la sabiduría es reconocer que gastas mucho de tu vida navegando de arriba abajo por imágenes y palabras sin límite, que realmente solo te producen primero una mayor curiosidad por seguir haciéndolo y luego culpa por descuidar lo que sí debiste estar haciendo en lugar de perder tanto tiempo.
En segundo lugar, ser sabio es tener cuidado de nuestras palabras y el ánimo que las crea. En oposición a las palabras hirientes, el maestro de sabiduría dice que «la lengua de los sabios sana» (v. 18b). Sabemos que hay muchas personas que están sufriendo emocionalmente y requieren de una palabra de aliento, no desánimo. Por eso, no busquemos oscurecer más las redes, sino, como aconseja el maestro de sabiduría: «La ansiedad en el corazón del hombre lo deprime, pero la buena palabra lo alegra» (v. 25). Además, debemos cerciorarnos de que la información que compartimos es veraz porque «Los labios mentirosos son abominación al Señor…» (v. 22a).
Por último, el sabio se hace responsable de sus palabras y sus obras, reconociendo que no se puede ocultar en un mundo virtual, sino que le toca rendir cuentas todavía a ese viejo pero activo núcleo relacional de hombres y mujeres de carne y hueso con los que, finalmente, comparte su vida.