SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL MIÉRCOLES 30 DE ABRIL DE 1884 POR CHARLES HADDON SPURGEON EN EXETER HALL
La voluntad de nuestro Padre ciertamente se hará, pues el Señor “hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra”. En actitud de adoración avengámonos a que así será, no deseando ninguna alteración en cuanto a eso. Esa “voluntad” puede costarnos caro; no obstante, nuestras voluntades nunca han de oponerse a la Suya. Nuestras mentes deben estar enteramente sometidas a la mente de Dios. Esa “voluntad” podría traernos luto, enfermedad y pérdida, pero hemos de aprender a decir: “Jehová es; haga lo que bien le pareciere”. No sólo debemos rendirnos a la voluntad divina, sino que debemos avenirnos a ella a fin de regocijarnos en la tribulación que ordene. Esto es un logro notabilísimo, pero nos proponemos alcanzarlo. El mismo que nos enseñó esta oración la usó en el sentido más irrestricto. Cuando el sudor sangriento brotó en Su rostro, y todo el temor y temblor de un hombre sumido en la angustia se apoderaron de Él, no disputó el decreto del Padre sino que inclinó Su cabeza y exclamó: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Cuando somos llamados a experimentar personalmente la pérdida de seres queridos, o cuando, como una santa hermandad, vemos partir a nuestros mejores hombres, hemos de saber que está bien, y hemos de decir de manera sumamente sincera: “Hágase la voluntad del Señor”.
Dios sabe qué es lo que servirá mejor a Sus clementes designios. A nosotros nos parece que es un triste desperdicio de vidas humanas que un varón tras otro vayan a una región donde impera la malaria y perezcan en el intento de salvar a los paganos; pero la sabiduría infinita puede ver el asunto de manera muy diferente. Preguntamos por qué el Señor no hace un milagro y no protege las cabezas de Sus mensajeros del puyazo de la muerte. No se nos revela ninguna razón pero hay una razón, pues la voluntad del grandioso Padre es el epítome de la sabiduría. No se nos dan a conocer las razones, pues de otra manera no habría un campo de acción para nuestra fe, y al Señor le agrada que esta noble gracia tenga un amplio espacio y un margen suficiente. Nuestro Dios no desaprovecha ninguna vida consagrada. Él no ha hecho nada en vano. Él hace todas las cosas según el designio de Su voluntad, y ese designio no se equivoca jamás. Si el Señor nos dotara con Su propia omnisciencia, no sólo nos avendríamos a las muertes de Sus siervos, sino que le daríamos menos valor a la prolongación de sus vidas. Lo mismo sería cierto respecto a nuestra propia vida o muerte. “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos”, por lo que estamos seguros de que no nos aflige con el luto sin que el amor así lo requiera. Todavía tenemos que ver a un misionero tras otro segados en la flor de la vida, pues Dios tiene argumentos que son tan convincentes para Él como son oscuros para nosotros, que requieren que los fundamentos de la iglesia africana sean colocados mediante un heroico sacrificio. Señor, no te pedimos que nos expliques Tus razones. Ocultándote, Tú puedes protegernos de una gran tentación, pues si aun pidiéndote razones, pecamos, pronto podríamos ir más lejos y provocarte gravemente contendiendo con Tus razones. Aquel que le exige una razón a Dios no está en un estado apropiado para recibir una explicación. En el caso de los varones honorables a quienes el Señor ha quitado de en medio de nosotros en este año, diré que desde la perspectiva de Dios ciertamente no representan ninguna pérdida para la gran causa. ¡Vean las grandes y costosas piedras que son llevadas laboriosamente desde la cantera hasta las orillas del mar! ¿Podría ser posible que fueran arrojadas deliberadamente a lo profundo del océano? ¡Las engulle! ¿Por qué razón se desperdicia tanta labor? Seguramente esas piedras vivas pudieran haber sido colocadas en un templo para el Señor; entonces, ¿por qué habrían de tragárselas las ondas de la muerte? Sin embargo, se buscan más, y aún más; ¿no cesará de devorarlas el hambriento abismo? ¡Ay, que se tenga que perder tanto material precioso! No está perdido. No, ni una sola piedra está perdida. Así pone el Señor el cimiento de su puerto de refugio en medio del pueblo. “Para siempre será edificada misericordia”. A su tiempo enormes muros se levantarán del abismo y ya no preguntaremos más la razón por las pérdidas de días anteriores.
¡Paz a los recuerdos de los héroes muertos! Los hombres mueren para que la causa viva. “Padre, hágase tu voluntad”. Con esta oración en nuestros labios postrémonos en sumisión infantil ante la voluntad del grandioso Jehová, y luego ciñamos nuestros lomos de nuevo para una intrépida perseverancia en nuestro santo servicio. Aunque más personas partan el próximo año, y el que sigue, con todo, debemos seguir orando, “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
Mi corazón se conduele por la muerte del amado Hartley, y esos nobles varones que le precedieron a “la tumba del hombre blanco”. Le había visto especialmente a él, pues había sido un gozo apoyarle durante tres años para que se preparara para el servicio misionero. ¡Ay!, la preparación condujo a escasos resultados visibles. Zarpó, desembarcó, y murió. Seguramente el Señor tiene el propósito de usarlo adicionalmente; si no lo convirtió en un predicador para los nativos, debe de tener el propósito de que nos predique. Puedo decir de cada misionero caído: “Muerto, aún habla”. “Fieles hasta la muerte”, nos inspiran mediante su ejemplo. Habiendo muerto por la causa del Maestro sin lamentarlo, nos recuerdan la deuda que tenemos con Él. Sus espíritus que han ascendido a Su trono son vínculos entre esta Sociedad y la asamblea glorificada de lo alto. Nuestros pensamientos no deben descender a sus tumbas sino ascender a sus tronos. ¿Acaso nuestro texto no apunta con un dedo de fuego desde la tierra al cielo? ¿Acaso los seres queridos que han partido no marcan una línea de luz entre los dos mundos?
Si la oración de nuestro texto no hubiera sido dictada por el propio Señor Jesús, podríamos considerarla demasiado atrevida. ¿Sería posible alguna vez que esta tierra, una mera gota en una cubeta, toque al gran mar de vida y luz en lo alto y no se pierda en él? ¿Puede seguir siendo tierra y con todo, ser hecha semejante al cielo? ¿No perderá su individualidad en el proceso? Esta tierra está sujeta a la vanidad, es ofuscada por la ignorancia, es contaminada por el pecado, surcada por la aflicción; ¿puede morar la santidad en ella como mora en el cielo? Nuestro Divino Instructor no nos enseñaría a orar pidiendo imposibilidades. Él pone en nuestra boca unas peticiones que pueden ser oídas y concedidas. Sin embargo, esta es ciertamente una gran oración; está impregnada del matiz de lo infinito. ¿Puede la tierra estar en sintonía con las armonías del cielo? ¿No ha ido a la deriva demasiado lejos este pobre planeta para ser reducido al orden y para cerrar filas con el cielo? ¿No está envuelto en una niebla demasiado densa para que pudiera ser eliminada? ¿Puede ser desatada su mortaja? ¿Puede Tu voluntad, oh Dios, ser hecha, como en el cielo, así también en la tierra? Puede ser, y debe ser, pues una oración generada en el alma por el Espíritu Santo es siempre la sombra de una bendición venidera, y Aquel que nos enseñó a orar de esta manera no se burlaría de nosotros con vanas palabras. Es una oración intrépida que únicamente una fe nacida en el cielo puede musitar; sin embargo, no es un vástago de la presunción, pues la presunción no anhela nunca que la voluntad del Señor sea cumplida perfectamente.
I. Que el Espíritu Santo sea con nosotros mientras los conduzco a observar, primero, que LA COMPARACIÓN NO ES DESCABELLADA. Que nuestra presente obediencia a Dios debería ser semejante a la de los santos en lo alto no es una concepción forzada y fanática. No es descabellada pues la tierra y el cielo fueron llamados a existir por el mismo Creador. El imperio del Hacedor comprende las regiones superiores e inferiores. “Los cielos son los cielos de Jehová” y “de Jehová es la tierra y su plenitud”. Él sustenta todas las cosas con la palabra de Su poder tanto arriba en el cielo como abajo en la tierra. Jesús reina entre los ángeles así como también entre los hombres, pues Él es Señor de todo. Entonces, si el cielo y la tierra fueron creados por el mismo Dios y son sustentados por el mismo poder y gobernados desde el mismo trono, nosotros creemos que ambos están al servicio del mismo fin, y que tanto el cielo como la tierra declararán la gloria de Dios. Son dos campanas del mismo carillón, y esta es la música que se desprende de ellas: “Jehová reinará eternamente y para siempre. ¡Aleluya!” Si la tierra le perteneciera al demonio y el cielo a Dios, y dos poderes autoexistentes estuvieran contendiendo por el dominio, podríamos cuestionarnos que la tierra llegara a ser jamás tan pura como el cielo; pero como nuestros oídos dos veces han oído la declaración divina: “de Dios es el poder”, esperamos ver a ese poder triunfante y al dragón lanzado fuera de la tierra así como también del cielo. ¿Por qué no habría de volverse cada parte de la obra del grandioso Creador igualmente radiante con Su gloria? El que hizo puede rehacer. La maldición que cayó sobre la tierra no era eterna; las espinas y los abrojos pasan. Dios bendecirá a la tierra por causa de Cristo así como una vez la maldijo por causa del hombre.
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Así fue una vez. La perfecta obediencia a la voluntad celestial en esta tierra será sólo un regreso a los viejos buenos tiempos que concluyeron a la puerta del Edén. Hubo un día cuando no se había excavado ninguna sima entre la tierra y el cielo; prácticamente no existía ninguna línea fronteriza pues el Dios del cielo se paseaba en el Paraíso con Adán. Todas las cosas en la tierra eran entonces puras, y verdaderas y felices. Era el huerto del Señor. Ay, porque el rastro de la serpiente ha contaminado todo ahora. Entonces el canto matutino de la tierra era oído en el cielo, y los aleluyas del cielo se posaban en la tierra al atardecer. Los que desean establecer el reino de Dios no están instituyendo un nuevo orden de cosas; están restaurando, no inventando. La tierra volverá a su viejo molde de nuevo. El Señor es Rey, y nunca ha dejado el trono. Como era en el principio así será una vez más. La historia se repetirá en el más divino sentido. El templo del Señor estará en medio de los hombres, y el Señor Dios morará en medio de ellos. “La verdad brotará de la tierra, y la justicia mirará desde los cielos”.
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Así será al final. No me atreveré a adentrarme en la profecía. Algunos hermanos se sienten en su ambiente allí donde yo me perdería. A duras penas he sido capaz de salir de los Evangelios y de las Epístolas; y he de dejar ese profundo libro del Apocalipsis, con sus aguas en las que hay que nadar, a mentes más instruidas. “Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro”; a esa bendición quiero aspirar, pero todavía no puedo presumir que pueda interpretarla. Esto, sin embargo, parece claro: habrá “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”. Esta creación, que “gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora”, en identificación con el hombre, será sacada de su servidumbre y llevada a la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Bendito sea el Señor Cristo porque cuando rescató a Su pueblo de su esclavitud, no redimió solamente sus espíritus, sino sus cuerpos también; en consecuencia su elemento material es del Señor así como también su naturaleza espiritual, y por esto también esta misma tierra en la que habitamos será levantada en conexión con nosotros. La creación misma será liberada. La parte material, de la cual se hizo una vez un vestido para la Deidad en la persona de Cristo, se volverá un templo apropiado para el Señor de los ejércitos. La Nueva Jerusalén descenderá de Dios desde el cielo preparada como es preparada una novia para su esposo. Estamos seguros de ello. Por tanto, esforcémonos de lleno por llegar a esta consumación, orando siempre: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
Mientras tanto, recuerden también que hay una analogía entre la tierra y el cielo, de manera que la una es un tipo del otro. No podrían describir al cielo a menos que tomen prestadas cosas de la tierra para simbolizarlo, y esto demuestra que hay una semejanza real entre ellos. ¿Qué es el cielo? Es el Paraíso, o un huerto. Caminen en medio de sus fragantes flores y piensen en la era de especias aromáticas del cielo. El cielo es un reino: tronos y coronas y palmas son los emblemas terrenales de las cosas celestiales. El cielo es una ciudad; y allí, otra vez, recobran su metáfora de las moradas de los hombres. Es un lugar de “muchas mansiones”, los hogares de los glorificados. Las casas son de la tierra, sin embargo, Dios es nuestra morada. El cielo es un festín de bodas; y de igual manera lo es esta presente dispensación. Las mesas están puestas tanto aquí como allá; y es nuestro privilegio salir para llevar allí a los vagabundos y a los salteadores de caminos, para que el salón del banquete se llene. Mientras que los santos arriba comen pan en la cena de las bodas del Cordero, nosotros hacemos lo mismo en otro sentido aquí abajo.
Entre la tierra y el cielo sólo hay un tabique muy delgado. El país natal está mucho más cerca de lo que pensamos. Me pregunto si “la tierra que está lejos” sea un verdadero nombre para el cielo. ¿Acaso no era un extenso reino en la tierra el que tenía en mente el profeta más bien que el hogar celestial? El cielo no es de ningún modo el país lejano, pues es la casa del Padre. ¿No se nos enseña a decir: “Padre nuestro que estás en los cielos”? El verdadero espíritu de adopción se considera cercano al Padre. Nuestro Señor quiere que mezclemos el cielo con la tierra, nombrándolo dos veces en esta breve oración. Vean cómo hace que nos familiaricemos con el cielo mencionándolo junto a nuestro alimento usual, haciendo que la siguiente petición sea: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. Esto no parece que deba ser considerado una región remota. De cualquier manera, el cielo está tan cerca que en un instante podemos hablar con quien es Rey del lugar y responderá a nuestro llamado. Sí, antes de que el reloj marque otra vez su tictac, ustedes y yo podemos estar allí. ¿Acaso puede ser un lejano país aquel al que podemos llegar tan pronto? Oh, hermanos, estamos al alcance del sonido de los seres resplandecientes; estamos muy cerca de casa. Un poco más y veremos a nuestro Señor. Tal vez otro día de marcha nos llevará dentro de las puertas de la ciudad. Y qué si nos quedaran otros cincuenta años de vida en la tierra, ¿qué es eso sino un abrir y cerrar de ojos?
Es muy claro que la comparación entre la obediencia de la tierra y la del cielo no es descabellada. Si en verdad el cielo y el Dios del cielo están tan cerca de nosotros, nuestro Señor ha puesto delante de nosotros un modelo sencillo tomado de nuestra morada celestial. La petición sólo quiere decir: que todos los hijos del único Padre hagan igualmente Su voluntad.
II. En segundo lugar, ESTA COMPARACIÓN ES EMINENTEMENTE INSTRUCTIVA. ¿Acaso no nos enseña que lo que hacemos para Dios no lo es todo, sino que debe tomarse en cuenta también cómo lo hacemos? El Señor Jesucristo no sólo quiere que hagamos la voluntad del Padre, sino que la hagamos según un cierto modelo. ¡Y cuán excelso modelo es ese! Sin embargo, no es demasiado excelso pues no quisiéramos rendirle a nuestro Padre celestial un servicio de una inferior calidad. Si ninguno de nosotros se atreve a decir que somos perfectos, aun así estamos resueltos a no descansar hasta que lo seamos. Si ninguno de nosotros se atreve a esperar que aun nuestras cosas santas sean sin falla, con todo ninguno de nosotros estará contento mientras permanezca una mancha en ellas. Quisiéramos dar a nuestro Dios la máxima gloria concebible. La meta debe ser tan alta como sea posible. Si todavía no la alcanzamos, apuntaremos más y más alto. No deseamos que nuestro modelo sea rebajado, sino que nuestra imitación suba.
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Fíjense en las palabras “Hágase”, pues tocan un punto vital del texto. La voluntad de Dios es cumplida en el cielo. ¡Cuán práctico! En la tierra Su voluntad es olvidada con frecuencia, y Su gobierno es ignorado. En la iglesia de la época presente hay un deseo de hacer algo por Dios, pero pocos se preguntan qué quiere Él que hagan. Se hacen muchas cosas para la evangelización de la gente que no fueron ordenadas nunca por la grandiosa Cabeza de la Iglesia y que no pueden ser aprobadas por Él. ¿Podemos esperar que Él acepte o que bendiga lo que no ha ordenado jamás? El culto voluntario es igualmente un pecado a Sus ojos. Hemos de hacer Su voluntad en primer lugar y luego esperar una bendición sobre el cumplimiento de esa voluntad. Hermanos míos, me temo que la voluntad de Cristo en la tierra es en gran medida más discutida que realizada. Me he enterado acerca de hermanos que pasan días enteros disputando sobre un precepto que su propia disputa estaba quebrantando. En el cielo no tienen disputas, sino que hacen la voluntad de Dios sin discordias. Es mejor que nos ocupemos en hacer algo para este mundo caído y para la gloria de nuestro Señor. “Hágase tu voluntad”: debemos llegar a realizar obras reales de fe y labores de amor. Con demasiada frecuencia nos quedamos satisfechos con haber aprobado esa voluntad o con haber hablado de ella con palabras de encomio. Pero no debemos quedarnos en pensamiento, resolución o palabra; la oración es práctica y pragmática: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Un hombre ocioso se desperezó en su cama cuando el sol estaba en lo alto del cielo, y mientras se daba una vuelta, se dijo que desearía que eso fuera un trabajo duro pues podía hacer cualquier cantidad de ese tipo de trabajo con placer. Muchos pudieran desear que pensar y hablar sea hacer la voluntad de Dios, pues entonces la cumplirían enteramente. Allá arriba no es posible jugar con las cosas sagradas; cumplen Sus mandamientos oyendo atentamente la voz de Su palabra. Ojalá Su voluntad no sólo fuera predicada y cantada abajo, sino realmente hecha igual que en el cielo.
En el cielo se hace la voluntad de Dios en espíritu, pues son espíritus los que están allá. Se hace en verdad con un indiviso corazón y un incuestionable deseo. Con demasiada frecuencia es cumplida en la tierra y sin embargo, no es cumplida, pues una torpe formalidad se mofa de la obediencia real. Aquí la obediencia a menudo se esfuma en una horrible rutina. Cantamos con los labios, pero nuestros corazones están callados. Oramos como si la mera pronunciación de palabras fuera oración. Algunas veces predicamos la verdad viva con unos labios muertos. Ya no tiene que ser así. Ojalá que tuviéramos el fuego y el fervor de esos seres ardientes que contemplan el rostro de Dios. Oramos en ese sentido: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Yo espero que haya un avivamiento de la vida espiritual entre nosotros, y que, en gran medida, nuestra hermandad esté imbuida de fervor; pero hay espacio para un celo mucho mayor. Los que saben cómo orar, caigan de rodillas, y con el cálido aliento de la oración aviven la chispa de la vida espiritual hasta que se convierta en una llama. Con todos los poderes de nuestro ser más íntimo, con toda la vida de Dios en nuestro interior, seamos inducidos a hacer la voluntad del Señor, como en el cielo, así también en la tierra.
En el cielo hacen la voluntad de Dios constantemente, invariablemente. ¡Ojalá que así fuera aquí! Nos despiertan hoy, pero nos quedamos dormidos mañana. Somos diligentes durante una hora, pero indolentes en la siguiente. Eso no debe ser, queridos amigos. Debemos ser firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor. Necesitamos orar pidiendo la sagrada perseverancia para que podamos imitar los días del cielo en la tierra haciendo la voluntad de Dios sin descanso.
En el cielo hacen la voluntad de Dios universalmente, sin hacer una selección. Aquí los hombres escogen muy cuidadosamente: deciden que este mandamiento ha de obedecerse, y apartan aquel otro mandamiento como algo no esencial. Me temo que todos estamos más o menos impregnados de esta odiosa hiel. Una cierta parte de la obediencia es dura, y, por tanto, tratamos de olvidarla. Ya no debe ser así, sino que tenemos que hacer todo lo que Jesús nos dice. La obediencia parcial es una desobediencia real. El súbdito leal respeta toda la ley. Si algo es la voluntad del Señor no tenemos ninguna opción en la materia pues la elección es hecha por nuestro Señor. Oremos pidiendo que no entendamos mal la voluntad del Señor ni la violemos. Tal vez, como un grupo de creyentes, estemos omitiendo por ignorancia una parte de la voluntad del Señor, y eso pudiera haber estado obstaculizando nuestra obra todos estos años; posiblemente haya algo escrito por la pluma de la inspiración que no hayamos leído, o algo que hayamos leído pero que no hayamos practicado, y eso pudiera impedir que el brazo del Señor actúe. Deberíamos hacer con frecuencia un examen diligente y recorrer nuestras iglesias para ver dónde diferimos con respecto al modelo divino. Algún manto babilónico muy bueno o un lingote de oro pudieran ser algo maldito en el campamento, acarreando el desastre a los ejércitos del Señor. No descuidemos nada que nuestro Señor mande para que no retenga Su bendición.
Su voluntad es cumplida en el cielo instantáneamente, y sin vacilación. Nosotros, me temo, somos dados a las demoras. Alegamos que tenemos que revisar la cosa por todas partes. “Lo mejor es pensar las cosas dos veces”, decimos, mientras que los primeros pensamientos del amor ansioso son la mejor producción de nuestro ser. Yo quisiera que fuéramos obedientes, independientemente del riesgo, pues en eso estriba la más verdadera seguridad. ¡Oh, hacer lo que Dios nos pide, como Dios lo pide, en ese mismo lugar y en esa misma hora! No nos corresponde a nosotros debatir, sino cumplir. Consagrémonos tan perfectamente como Ester se consagró cuando abrazó la causa de su pueblo, y dijo: “Si perezco, que perezca”. No debemos consultar con carne y sangre, o hacer una reserva para nuestro propio egoísmo, sino que debemos seguir de inmediato y muy vigorosamente, el mandamiento divino.
Oremos al Señor pidiendo que podamos hacer Su voluntad, como en el cielo, así también en la tierra; esto es, gozosamente, sin la menor fatiga. Cuando nuestros corazones son rectos es algo alegre servir a Dios, aunque sólo fuera para desatar la correa del calzado de nuestro Maestro. Debería ser nuestro deleite ser empleados por Jesús en un servicio que no nos aportará ninguna reputación, sino mucho reproche. Si fuéramos enteramente como deberíamos ser, la aflicción por causa de Cristo sería un gozo; sí, deberíamos sentir gozo todo el tiempo, tanto en las noches oscuras como en los días radiantes. Así como están alegres en el cielo, con una felicidad nacida de la presencia del Señor, así deberíamos estar alegres y encontrar nuestra fuerza en el gozo del Señor. En el cielo la voluntad del Señor es cumplida muy humildemente. Allá la pureza perfecta está enmarcada por la humildad. Con demasiada frecuencia caemos en la autoalabanza que mancha nuestros mejores actos. Nos susurramos: “hice eso muy bien”. Nos halagamos a nosotros mismos porque no hubo ningún ego en nuestra conducta, pero mientras estamos untando esa aduladora unción en nuestras almas, estamos mintiendo, tal como nuestra autosatisfacción lo comprueba. Dios podría habernos permitido hacer diez veces más, si no hubiera sabido que no era seguro. Él no puede colocarnos en el pináculo porque nuestras cabezas son débiles y el orgullo nos marea. No se nos debe permitir gobernar sobre muchas cosas, pues nos volveríamos tiranos si tuviéramos la oportunidad. Hermano, pídele al Señor que te guarde humilde a Sus pies, pues en ningún otro lugar puedes ser usado grandemente por Él. Siendo la comparación tan instructiva, ruego que le podamos sacar mayor provecho meditando al respecto. No encuentro que ni siquiera sea fácil describir el modelo, pero si procuramos copiarlo: “he ahí el trabajo, he ahí la dificultad”. A menos que estemos ceñidos con la fuerza divina nunca haremos la voluntad de Dios tal como es cumplida en el cielo. Aquí se tiene un trabajo más pesado que los de Hércules y que trae consigo victorias más nobles que las de Alejandro. La sabiduría de Salomón no pudo alcanzar eso sin ayuda. El Espíritu Santo tiene que transformarnos y llevar cautivo lo terrenal en nosotros a lo celestial.
III. En tercer lugar, les ruego que noten, queridos amigos, que ESTA COMPARACIÓN del santo servicio en la tierra con el del cielo, ESTÁ BASADA EN HECHOS. Los hechos nos darán consuelo y nos servirán de estímulo. El texto menciona dos lugares que parecen muy disímiles, y, con todo, la semejanza excede a la desemejanza: tierra y cielo.
¿Por qué los santos no habrían de hacer la voluntad del Señor en la tierra como la hacen sus hermanos en el cielo? ¿Qué es el cielo sino la casa del Padre, en la que hay muchas mansiones? ¿Acaso no moramos en esa casa aun ahora? El salmista dice: “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán”. ¿No hemos dicho a menudo acerca de nuestros Bet-eles, “No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo”? El espíritu de adopción hace que estemos en casa con Dios aun mientras residimos temporalmente aquí abajo. Por tanto, cumplamos de inmediato la voluntad de Dios.
Gozamos en la tierra del mismo alimento que tienen los santos en el cielo, pues “el Cordero que está en medio del trono los pastoreará”. Él es el pastor de Su rebaño aquí abajo y nos alimenta diariamente de Él mismo. Su carne es verdadera comida, y Su sangre es verdadera bebida. ¿De dónde vienen las refrescantes bebidas de los inmortales? El Cordero los guía a las fuentes vivas de aguas; ¿y acaso no nos dice aun aquí abajo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”? El mismo río del agua de la vida que alegra a la ciudad de nuestro Dios en lo alto, riega también el huerto del Señor aquí abajo.
Hermanos, disfrutamos aquí abajo de la misma compañía que gozan los santos de arriba. Arriba están con Cristo, y aquí Él está con nosotros, pues dijo: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Hay una diferencia en cuanto al brillo de Su presencia, mas no en cuanto a su realidad. Ven así que somos partícipes de los mismos privilegios que tienen los seres resplandecientes dentro de las puertas de la ciudad. La iglesia de abajo es una recámara de la única casa grande, y el tabique que la separa de la iglesia de arriba es un mero velo de inconcebible delgadez. Por tanto, ¿no deberíamos hacer la voluntad del Señor, como en el cielo, así también en la tierra?
“Pero el cielo es un lugar de paz”, dice alguien; “allá descansan de sus trabajos”. Amados, nuestro estado aquí no está desprovisto de paz y descanso. “Ay” –exclama alguien- “yo encuentro que es más bien lo opuesto”. Yo lo sé. Pero, ¿de dónde vienen las guerras y las luchas sino de nuestra displicencia e incredulidad? “Los que hemos creído entramos en el reposo”. La alegoría que nos representa atravesando el Jordán de la muerte para entrar en Canaán no es justa en todos los sentidos. No, hermanos míos, los creyentes están ahora en Canaán; de otro modo, ¿cómo podríamos decir que los cananeos están todavía en la tierra? Hemos entrado en la herencia prometida y estamos combatiendo para lograr su plena posesión. Tenemos paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor. Yo al menos no me siento como una solitaria paloma volando sobre aguas oscuras buscando dónde sentar la planta de su pie. No, yo he encontrado a mi Noé: Jesús me ha dado el reposo. Hay una diferencia entre el mejor estado de la tierra y la gloria del cielo, pero el descanso que puede disfrutar toda alma que aprende a conquistar su voluntad, es sumamente profundo y real. Hermanos, teniendo ya el reposo y siendo partícipes del gozo del Señor, ¿por qué no habríamos de servir a Dios en la tierra como lo hacen en el cielo?
“Pero nosotros no tenemos su victoria”, exclama uno, “pues ellos son más que vencedores”. Sí, y “nuestro tiempo de servicio es ya cumplido”. Contamos con un testimonio profético al respecto de eso. Además, “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”. En el Señor Jesucristo, Dios nos da la victoria, y nos hace triunfar en todo lugar. Estamos combatiendo pero tenemos buen ánimo pues Jesús ha vencido al mundo, y nosotros también vencemos por Su sangre. Nuestro grito de guerra es siempre: “¡Victoria! ¡Victoria!” El Señor aplastará en breve a Satanás bajo nuestros pies. ¿Por qué no hacemos la voluntad de Dios en la tierra como la hacen en el cielo?
El cielo es el lugar de comunión con Dios, y ese es un bendito aspecto en su gozo; pero en eso somos ahora partícipes, pues “nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”. La comunión del Espíritu Santo es con todos nosotros; es nuestro gozo y nuestro deleite. Teniendo comunión con el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, somos elevados y santificados, y es apropiado que cumplamos la voluntad del Señor en la tierra como la cumplen en el cielo.
“Allá arriba” –dice un hermano- “todos han sido aceptados, pero aquí nos encontramos en un estado de prueba”. ¿Leíste eso en la Biblia? Yo nunca lo leí. Un creyente no se encuentra en ningún período de prueba; él ha pasado de muerte a vida y nunca vendrá a condenación. Ya somos “aceptos en el Amado”, y esa aceptación es de tal naturaleza que nunca será revertida. El Redentor nos sacó del horrible pozo de prueba, y ha puesto nuestros pies sobre la roca de salvación, y ha enderezado nuestros pasos. “Proseguirá el justo su camino, y el limpio de manos aumentará la fuerza”. Por tanto, como aceptos en el Señor, ¿no deberíamos cumplir Su voluntad en la tierra así como la cumplen en el cielo?
“Sí”, dice uno, “pero el cielo es el lugar de un perfecto servicio; pues ‘Sus siervos le servirán’”. ¿Pero no es este, en algunos aspectos, el lugar de un servicio más amplio todavía? ¿No hay muchas cosas que los santos perfectos en lo alto y que los santos ángeles no pueden hacer? Si pudiéramos elegir una esfera en la que pudiéramos servir a Dios con el alcance más amplio, no elegiríamos el cielo sino la tierra. En el cielo no hay tugurios ni cuartos atestados a donde pudiéramos acudir con ayuda, pero hay muchas de esas cosas aquí. No hay junglas ni regiones de malaria donde los misioneros puedan demostrar su incondicional consagración predicando el Evangelio a costa de sus vidas. En algunos aspectos este mundo tiene una preferencia sobre el estado celestial en cuanto al potencial de hacer la voluntad de Dios. ¡Oh, que fuéramos mejores hombres y entonces los santos de arriba casi podrían envidiarnos! ¡Con sólo que viviéramos como deberíamos vivir podríamos hacer que Gabriel se inclinara desde su trono y exclamara: “me gustaría ser un hombre”! A nosotros nos corresponde dirigir a la vanguardia en el conflicto cotidiano con el pecado y con Satanás, y al mismo tiempo nos corresponde cubrir la retaguardia, batallando con el enemigo que nos persigue. Ya que hemos sido honrados con una esfera tan excepcional, que Dios nos ayude a cumplir Su voluntad en la tierra como la cumplen en el cielo.
“Sí” –dices tú- “pero el cielo es un lugar de desbordante gozo”. Sí, ¿y no tienes tú ningún gozo ahora? Un santo que vive cerca de Dios es bendecido tan grandemente que no estará muy sorprendido cuando entre al cielo. Estará sorprendido al contemplar sus glorias más claramente; pero la razón para su deleite será la misma que ahora posee. Vivimos aquí abajo la misma vida que viviremos arriba, pues somos vivificados por el mismo Espíritu, tenemos la mira puesta en el mismo Señor, y nos regocijamos en la misma seguridad. ¡Gozo! ¿No lo conoces? Tu Señor dice: “Para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”. Ustedes serán vasos más grandes en el cielo, pero no estarán más llenos; serán más relucientes, sin duda, pero no estarán más limpios de lo que están una vez que el Señor los ha lavado y los ha blanqueado en Su propia sangre. No estén impacientes por ir al cielo. Es más, no tengan ningún deseo al respecto. No estén atados a las cosas de la tierra; sin embargo, consideren como un privilegio tener una larga vida en la tierra en la que sirven al Señor. Nuestra vida mortal no es sino un breve intervalo entre las dos eternidades, y si juzgáramos desinteresadamente, y viéramos las necesidades de la tierra, casi podríamos decir: “Regrésanos a los períodos antediluvianos de la vida humana, para que a lo largo de un milenio podamos servir al Señor en sufrimiento y en oprobio, como no podríamos hacerlo en la gloria”. Esa vida es el vestíbulo de la gloria. Cúbranse con la justicia de Jesucristo, pues ese el vestido de la corte tanto de la tierra como del cielo. Manifiesten de una vez el espíritu de los santos, pues de otra manera no morarán con ellos jamás. Comiencen ahora el cántico que sus labios alegremente modularán en el Paraíso, pues de otra manera no serán admitidos nunca en los coros celestiales. Nadie puede unirse a la música excepto aquellos que la han ensayado aquí abajo.
IV. Por último, ESTA COMPARACIÓN de hacer la voluntad de Dios en la tierra tal como es cumplida en el cielo -que sólo puedo hacer resaltar débilmente- DEBERÍA SER CONFIRMADA POR OBRAS SANTAS. He aquí la urgencia de la empresa misionera. La voluntad de Dios no puede ser cumplida nunca inteligentemente donde no es conocida, por tanto, en primer lugar, como seguidores de Jesucristo es conveniente asegurarnos de que la voluntad del Señor sea dada a conocer por heraldos de paz enviados de entre nosotros. ¿Por qué no ha sido publicada todavía en toda tierra? No podemos culpar al grandioso Padre, ni tampoco imputarle culpa al Señor Jesús. El Espíritu del Señor no se ha acortado, ni la misericordia de Dios se ha restringido. ¿No es probablemente cierto que el egoísmo de los cristianos sea la principal razón del lento progreso del cristianismo? Si el cristianismo no se ha de propagar nunca en el mundo a un ritmo más rápido que el presente, ni siquiera mantendría el paso con el crecimiento de la población. Si no le vamos a dar al reino de Cristo un porcentaje mayor del que le hemos dado usualmente, yo supongo que se requerirá aproximadamente de una eternidad y media para convertir al mundo, o, lo que es lo mismo, no se hará nunca. El progreso logrado es tan lento, que amenaza con ser como el caminar del cangrejo, que siempre es descrito en la fábula como yendo hacia atrás. ¿Qué damos nosotros, hermanos? ¿Qué hacemos? Un amigo me exhorta a decir que la Sociedad Misionera Bautista debería colectar un millón cada año. Yo tengo mis dudas acerca de eso; pero él propone que al menos deberíamos tratar de hacerlo algún año. No hay nada como ponerse un objetivo elevado al cual apuntar. Un millón al año pareciera algo demasiado gigantesco para el consenso general de todos ustedes, y, sin embargo, yo no estoy tan seguro. ¿Cuántas propiedades tienen los bautistas? El cálculo probable del monto de dinero que está ahora en las manos de creyentes bautizados en el Reino Unido podría hacer que nos avergoncemos de que no se aporte la cifra de un millón. Un número similar de ingleses gasta mucho más que eso en bebidas alcohólicas. No sabemos cuánta riqueza esté bajo la custodia de los mayordomos de Dios; y no es probable que algunos de ellos nos lo hagan saber hasta que lo leamos en los periódicos, y entonces descubriremos que murieron valiendo tantos cientos de miles. El mundo considera que los hombres valen lo que acumulan; pero en verdad no valían mucho, pues de otra manera no habrían podido retener tanto sin dar a la obra del Señor cuando se necesitaba para la propagación del Evangelio. Como denominación vamos mejorando un poco. Estamos mejorando un poco. Me vi obligado a repetir esa frase y poner el énfasis en el lugar debido. No podemos congratularnos; hay aun un considerable espacio de mejora; el ingreso de la Sociedad pudiera duplicarse y nadie se vería oprimido en el proceso. No nos corresponde decir: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra; pero, Señor, Tú tienes muchas maneras y medios de cumplir esa voluntad; te ruego que lo hagas, pero que no se me pida colaborar en la obra”.
No, cuando yo musito esa oración, si soy sincero, estaré revisando mis reservas para ver qué puedo aportar para dar a conocer la verdad. Me estaré preguntando si no pudiera decir personalmente la palabra salvadora. No voy a negarme a dar porque los tiempos sean muy difíciles, ni voy a dejar de hablar porque sea de una disposición retraída. Una oportunidad es un don de oro. Ahora bien, no ofrezcas la oración del texto si no la sientes de corazón. Es mejor omitir la petición que hacer el papel de hipócrita con eso. Ustedes que dejan de apoyar a las misiones cuando está en su poder hacerlo, no deberían decir nunca: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad”, antes bien omitan esa petición no sea que se burlen de Dios.
Nuestro texto, queridos amigos, me conduce a decir que como la voluntad de Dios debe ser conocida para que pueda ser cumplida, tenemos que dar a conocer la voluntad de Dios, ya que Dios es amor, y la ley bajo la que Él nos ha colocado es que amemos. ¿Qué amor de Dios mora en el hombre que le niega a un pagano ignorante esa luz sin la cual estará perdido? Hablar del amor es algo grandioso, pero es más noble que lo obedezcamos como principio. ¿Podría haber amor a Dios en el corazón del hombre que no quiere apoyar para enviar el Evangelio a los que están sin él? Queremos bendecir al mundo; tenemos mil esquemas por medio de los cuales bendecirlo, pero si se cumpliera alguna vez la voluntad de Dios en la tierra como es cumplida en el cielo será una bendición pura e integral. Por supuesto que han de unirse a la Sociedad de la Paz, y también sean perdonadores y pacíficos; pero no hay forma de establecer la paz en la tierra excepto cumpliendo la voluntad de Dios en ella, y sólo puede hacerse eso si el Evangelio de Jesucristo renueva los corazones de los hombres. Como cristianos, esforcémonos por todos los medios posibles por controlar la política de tal manera que la opresión desaparezca de la tierra, pero, después de todo, habrá opresión a menos que el Evangelio sea propagado. Este es el único bálsamo para las heridas de toda la tierra. Sangrarán aún hasta que el Cristo venga para restañarlas. Oh, puesto que esto es lo mejor que puede ser, mostremos entonces nuestro amor por Dios y por el hombre propagando Su verdad salvadora.
El texto dice: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Supongan que alguno de ustedes hubiera venido del cielo. Es sólo una suposición, pero considerémosla válida por un minuto; supongan que un hombre de los que están presentes acabara de bajar del cielo. Algunos sentirían curiosidad por ver cómo sería su forma corporal. Esperarían quedarse deslumbrados por el brillo de su semblante. Sin embargo, pasaremos por alto todo eso.
Quisiéramos ver cómo viviría él. Recién llegado del cielo, ¿cómo actuaría? ¡Oh, amigos, si viniera aquí para hacer lo mismo que hacen todos los hombres en la tierra, sólo que a la manera celestial, qué padre sería, qué esposo, qué hermano, qué amigo sería! Con toda seguridad yo me sentaría y lo dejaría predicar esta mañana, y terminando de predicar, iría a casa con él, y tendríamos una charla. Observaría cuidadosamente lo que haría con su riqueza. Si tuviera un chelín disponible, su primer pensamiento sería gastarlo para la gloria de Dios. “Pero” –dirá alguno- “tengo que ir de compras con mi chelín”. Que así sea, pero cuando vayas, di: “¡Oh!, Señor, ayúdame a gastarlo para Tu gloria”. Habría tanta piedad en la compra de tus artículos de primera necesidad como en la asistencia a un lugar de adoración. No creo que este hombre recién bajado del cielo dijera: “Tengo que darme este lujo; tengo que comprar este precioso vestido; tengo que adquirir esta grandiosa casa. Sino que más bien diría: “¿Cuánto puedo ahorrar para el Dios del cielo? ¿Cuánto puedo invertir en el país del que provengo? Estoy seguro de que escatimaría y economizaría para ahorrar dinero y para servir a Dios con él; y él mismo, al andar por las calles y al mezclarse con hombres y mujeres impíos, con seguridad encontraría las maneras de llegar a sus conciencias y a sus corazones; siempre estaría tratando de llevar a otros a la felicidad que había disfrutado. Mediten en eso, y vivan así, así como lo hacía Aquel que realmente bajó del cielo. Pues después de todo, la mejor regla de vida es: ¿qué haría Jesús si estuviera aquí hoy y el mundo estuviera todavía bajo el maligno? Si Jesús estuviera en tu línea de negocios, si tuviera tu dinero, ¿cómo lo gastaría? Pues así es como tú deberías gastarlo. Ahora piensa, hermano mío, que tú estarás muy pronto en el cielo. Desde el año pasado un gran número de personas ha partido a casa; antes del próximo año muchas más habrán ascendido a la gloria. Estando sentados en esos asientos celestiales, ¿cómo desearemos haber vivido aquí abajo? No le dará a nadie ni siquiera un instante de gozo en el cielo pensar que se gratificó a sí mismo mientras estuvo aquí. No le aportará ninguna reflexión digna de aquel lugar recordar cuánto amasó y cuánto dinero dejó para que se lo disputaran después de su partida; se dirá: “Desearía haber ahorrado más de mi capital enviándolo delante de mí, pues lo que ahorré en la tierra se perdió, pero lo que gasté para Dios fue ahorrado realmente donde los ladrones no se meten ni roban”.
Oh, hermanos, vivamos como desearíamos haber vivido cuando la vida termine; llevemos una vida que sea portadora de luz eterna. ¿Es vida vivir de otra manera? ¿No es una suerte de desmayo, de un estado de coma, que no ha provocado que la vida se esfumara por
completo, pero sí que se escurriera poco a poco todo lo que es digno de llamarse vida? A menos que nos esforcemos intensamente para honrar a Jesús y llevar a casa a sus desterrados, estamos muertos mientras vivimos. Apuntemos a una vida que dure más que los fuegos que probarán la obra de todo hombre.
Si he podido motivar a alguien aquí presente a adoptar la resolución: “yo viviré así”, no he hablado en vano. Al menos yo mismo me he incitado con el intenso deseo de echar fuera lo externo y las cáscaras de la vida, y madurar la verdadera esencia de mi ser. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra, como todavía, Señor mío, espero hacerla en los cielos. Que pueda comenzar aquí una vida digna de ser perpetuada en la eternidad. Que Dios los bendiga, por Cristo nuestro Señor. Amén.