Vv. 45—50. Durante las tres horas que continuaron las tinieblas, Jesús estuvo en agonía,
luchando con las potestades de las tinieblas y sufriendo el desagrado de su Padre contra el pecado
del hombre, por el cual ahora hacía ofrenda su alma. Nunca hubo tres horas como esa desde el día en
que Dios creó al hombre en la tierra, nunca hubo una escena tan tenebrosa y espantosa; fue el punto
sin retorno de ese gran asunto, la redención y salvación del hombre. Jesús expresó una queja en el
Salmo xxii, 1. Ahí nos enseña lo útil que es la palabra de Dios para dirigirnos en oración y nos
recomienda usar las expresiones de las Escrituras para orar. El creyente puede haber saboreado
algunas gotas de amargura, pero sólo puede formarse una idea muy débil de la grandeza de los
sufrimientos de Cristo. Sin embargo, de ahí aprende algo del amor del Salvador por los pecadores;
de ahí obtiene una convicción más profunda de la vileza y mal del pecado, y de lo que él le debe a
Cristo, que lo libra de la ira venidera. Sus enemigos ridiculizaron perversamente su lamento. Muchos
de los reproches lanzados contra la palabra de Dios y al pueblo de Dios, surgen, como aquí, de
errores groseros. —Cristo habló con toda su fuerza, justo antes de expirar, para demostrar que su
vida no se la quitaban, sino la entregaba libremente en manos de su Padre. Tuvo fuerzas para
desafiar a las potestades de la muerte; y para mostrar que por el Espíritu eterno se ofreció a sí
mismo, siendo el Sacerdote y Sacrificio, y clamó a gran voz. Entonces, entregó el espíritu. El Hijo de
Dios, en la cruz, murió por la violencia del dolor a que fue sometido. Su alma fue separada de su
cuerpo y, así, su cuerpo quedó real y verdaderamente muerto. Fue cierto que Cristo murió porque era
necesario que muriera. Se había comprometido a hacerse ofrenda por el pecado y lo hizo cuando
entregó voluntariamente su vida